El mes de la patria es siempre ocasión de reflexionar sobre el pasado y el futuro. En muchos círculos, hablar hoy día de “patria” es provocar una mueca de insinuación burlesca, pasado de moda. Por intensa que sea la globalización, vivimos inmersos en sociedades o países que nos moldean e intentamos moldearlos. Es una realidad cambiante; a la vez, profundamente arraigada en la historia humana. Es lo que nos provee de derechos y deberes inextricablemente ensamblados para que puedan funcionar; nos da la doble dimensión de la constancia de la vida humana y de su incesante transformación sin dejar de ser ella misma. Como no somos una sociedad de insectos, a la que se puede amaestrar para que reaccionemos con automatismo infinito, se requiere de un constante aprendizaje y reaprendizaje. Es lo que los seres humanos institucionalizamos como “educación”: el cambio y permanencia, ancla de toda forma de asumir nuestra condición de seres sociales, amén de personas. Somos cada uno de nosotros y arribamos al mundo con otros seres que son nuestros semejantes, en larga sucesión que —si no somos insensatos— continuará todavía por largo tiempo. De qué se trata esta sucesión es a lo que se aboca la enseñanza de la historia.
Nos ha dejado estupefactos la supresión de su obligatoriedad en los dos últimos años de enseñanza. Se nos dice que nos despreocupamos. La verdad es que uno jamás pensó que se consumaría semejante barbaridad. Se nos reprocha en el fondo laxitud en el lobby, que es reconocer que todo debería jugarse en la puja de pasillos. ¿En esto consiste el discernimiento en la formulación de ideas y prácticas educacionales?
Si se quiere dar espacio a las ciencias duras, sería el primero en sostener que hay que entusiasmar más a nuestros escolares y universitarios con esta senda; aquí hay un vacío en el país. Se debe hacer también en el contexto de una formación integral, que es a lo que apuntan las humanidades y ciencias sociales, como la salud del cuerpo y el ánimo en el deporte. Habrá algunos establecimientos más dirigidos a un área que a otras; siempre hay excepciones. Para la inmensa mayoría vale el que empleamos dos ojos. No fuimos creados con uno, como los cíclopes profetizados por los mitos. La enseñanza media no es el momento de la libre elección de ramos; en la universidad solo lo puede ser de manera acotada. Creo que aquí hay una confusión, propia de interminables reformas en nuestra educación, que confían en el cambio de “currículo”, palabra mágica, y no en lo que realmente importa y en lo que se ha fallado reiteradamente, la calidad, que es lo que cuesta, y por ello se evade la verdadera tarea. Para niños y la temprana adolescencia, la historia es una serie más o menos maravillosa de acontecimientos; entre los 16 y los 18 años, aproximadamente la edad de los últimos años de su vida escolar, es cuando ingresa la razón y la crítica al escenario mental, años básicos en la formación. Y la libre elección debe estar en incorporarlos a un trabajo activo —cursos muy numerosos apenas sirven en este sentido— que desarrolle su creatividad. No alcanzamos a converger en una interpretación común de nuestra historia, sobre todo la del último medio siglo; en el esfuerzo por tener una aproximación creativa hacia ella es donde nos encontraremos los chilenos.
El aprendizaje de la historia no es la suma de hechos, sino la apertura a nuestra relación con el tiempo, con lo que nos rodea, nuestro país, nuestro mundo; de allí que deba integrar lo que se ha llamado la historia universal. ¿Mucha materia? En humanidades hay que seleccionar y allí abrir mente y espíritu a su comprensión. Se lo debemos a la patria.