En esa óptica, la propuesta de Jesús no busca excluir necesariamente a los demás amores sino que ordenarlos.El paradigma cultural vigente pareciera dejar a Dios de lado e indicarnos que otros elementos tienen precedencia en la jerarquía de los amores; también los ‘ídolos' consumen nuestra vida y se convierten en amores falsos.
Sin discutir la importancia de las diferentes dimensiones de la vida, en la actualidad es innegable que se tiende a bajar a Dios y a elevar el valor de otras cosas que, debiendo tener un lugar en la vida, jamás pueden ser equiparadas a Dios.
Son muchos los ejemplos, en la misma cotidianidad, donde Dios queda olvidado o, al menos, recluido a ‘cuando alcanzo', al ‘si tengo tiempo', al ‘traté pero no pude', etc. Así pasan cosas tan triviales, pero tan indicativas, como que hay domingos que se nos pasó la misa, ‘no alcanzamos' o simplemente teníamos una agenda llena de cosas pero a Dios ‘no lo agendamos'. En otra esfera, la misma preocupación por la preservación del medio ambiente, indudablemente necesaria, no pocas veces se vuelve un ‘culto' a la naturaleza convirtiéndola en una realidad más importante que el hombre mismo y, por ende, que Dios. En fin, los ejemplos son muchos acerca de cómo se ‘nubla' el lugar de Dios en nuestra vida, dejando de ser una auténtica y natural prioridad. Dios no es olvidado –sería burdo– sino que igualado a otras cosas y en esa igualación Dios ‘sale perdiendo'.
En esa lógica se entiende la radical e interpelante propuesta de Jesús: “Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”. No es que todos los buenos amores no importen sino que la relación con ellos ha de estar ordenada a partir del amor principal. Por ello, el primer mandamiento es el código ordenador de la vida: “amar a Dios sobre todas las cosas”.
Pero hay algo más. Cuando se logra esa correcta jerarquización de los amores, donde Dios está primero, naturalmente se desarrolla un amor inconmensurable a la familia y a los demás.
Lejos de toda mezquindad, el amor a Dios dilata el corazón de quien lo ama para que se expanda e integre a los otros, a la familia, a los prójimos y a toda la creación. Ese es el ejemplo de los santos. El P. Hurtado, por ejemplo, porque amaba radicalmente a Dios, la consecuencia natural era su amor a los pobres; San Maximiliano Kolbe, dando otro ejemplo, tenía tal amor a Dios que fue capaz, en un campo de concentración, de dar su vida por un hermano judío convirtiéndose en un auténtico mártir de la caridad. El ejemplo más sublime entre los cristianos son los mártires que, por amor a Dios y a los demás, son capaces de comprender que incluso el amor a la propia vida está ordenado a un amor anterior y superior: el amor a Dios.
“Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: "Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”.
(San Lucas 14, 25-27)