Rara, muy rara vez, he sentido miedo en las películas. Pensaba en eso hace unos días, a la salida de la función de “IT: Chapter 2”, la nueva adaptación del best seller de Stephen King, donde The Losers —la banda de chicos que una vez salió a la caza del retorcido payaso Pennywise— deben volver a enfrentarse a la abominación, pero ahora de grandes y convenientemente encarnados por rostros conocidos (Bill Hader, Jessica Chastain, James McAvoy). Era de esperarse: tal como la primera parte, estrenada en 2017, su continuación funciona más como un alambicado filme de aventuras que una “historia de susto”, pero ahora que se me está empezando a olvidar —porque eso pasa con los productos demasiado envasados— lo que me queda dando vueltas es lo otro: la ausencia de temor ante el horror fílmico. Tal vez sea falta de empatía con ese tipo de material. O quizás porque me siento cómodo, sentado frente a una pantalla al medio de una gran sala a oscuras, y ninguna garra o colmillo sangrante cambiará eso. Puede ser también que, después de tanta cinefilia acumulada, uno quede algo inmune al repertorio de trucos al que los realizadores suelen recurrir para hacer saltar a la gente en sus asientos.
Siendo francos, la mayoría de los filmes de terror suelen funcionar casi con carta Gantt. Sus guionistas, y luego los directores, usan estructuras en la que todos los sobresaltos de la trama poseen cierta lógica y orden, de suerte que la sangre y las muertes se vuelven tan anunciadas y coreografiadas como los besos y las peleas de las parejas en las comedias románticas. Son pocos los casos que rompen este paradigma y cuando lo consiguen —como ocurre con “The Babadook” (2014), “The Witch” (2015) y “Get Out” (2017), para mencionar ejemplos recientes—, sus métodos rápidamente son codificados, ojalá en clave de fórmula, para producir las necesarias réplicas e imitaciones de las que vive el mercado. En su intento por escapar de ese destino, “IT 2” inserta una buena cantidad de humor a las correrías de sus Losers, pero el resultado final termina más cerca de la ironía de los Avengers y con el pobre Pennywise transformado en un clon del todopoderoso —aunque falible— Thanos. Pero claro, eso es lo que hoy está vendiendo entradas, ¿no?
Distraído en mitad de la larga película —dura dos horas cincuenta—, se me ocurrió que lo que realmente me enerva, lo que me deja al borde del asiento, no son los hachazos ni las persecuciones ni la acumulación de cadáveres, sino la capacidad de una historia para transmitir y amplificar sin descanso sensaciones de inquietud sobre algo o alguien: esos instantes del relato donde la experiencia misma se sale de carril, se comba, se tuerce y queda en cuestión. Bajo esa óptica, la forma en que el tratamiento Ludovico reeduca a Alex, en “La naranja mecánica”, puede resultar mucho más aterradora que ver a Jack Torrance merodeando por el Hotel Overlook, en “El resplandor”. La mirada vacía de Norman Bates observando por el agujero de una pared, en “Psicosis”; la sed de sangre y petróleo de Daniel Day Lewis en “There Will Be Blood”; los seres demolidos que Joaquin Phoenix ha ido perfilando, filme tras filme; los colores furiosos y desatados de Almodóvar, más vívidos, más reales que sus propios personajes. Esa inquietud que no arredra, que continúa después que se encienden las luces de la sala (o después que apagas la tele) e intentas hacer otra cosa, cualquier cosa, hasta que la imagen te vuelve a alcanzar y crece en el interior, camino a convertirse en parte de ti.