Basta pisar Sicilia para sentir la espesura viva de su cultura. Colonizada sucesivamente por los griegos, los romanos, los normandos, los árabes, los españoles y los italianos, sería simplificar atrozmente definirla como un palimpsesto, porque en este la última capa vela las anteriores y, en cambio, la cultura siciliana las deja todas a la vista, fragmentadas e integradas en una síntesis original, refinada e inclasificable. Es comprensible que una cultura configurada simultáneamente con esos componentes tan diversos esté atravesada por contradicciones que apenas se concilian —la luz y la muerte, el carnaval y la tragedia, la belleza y la destrucción, el lujo y la miseria, el refinamiento y el crimen organizado, el honor, la solidaridad y la traición—, y también es esperable que de ella surja una tradición en las artes y las letras poderosa, desafiante, crítica y dialéctica. Camilleri ocupa una situación singular dentro de esa tradición y, en particular, dentro de la narrativa siciliana contemporánea. Su singularidad deriva, en parte, de que, si bien la isla y su cultura se hallan al centro de su prolífica obra, vivió en los hechos lejos de ella —principalmente en Roma— los últimos 70 años y, en consecuencia, se trata de una Sicilia inventada por él, una Sicilia construida a partir de su memoria, sus lecturas y su imaginación. El dialecto mismo —un dolor de cabeza para los traductores— es una versión suya corregida, literaria, un sículo “camilleriano”.
De otro lado, Camilleri llegó tarde a la narrativa (y a la fama más) porque, antes que nada, fue un hombre del teatro, un discípulo de Pirandello, director, escenógrafo y también dramaturgo. Siempre en este ámbito, trabajó largo tiempo en la RAI donde montó, además de Pirandello, a Beckett y Ionesco. De esta formación aparece que su narrativa —más bien convencional en sus elementos estructurales— se destaque por la técnica de sus diálogos, una especialidad siciliana, diálogos veloces, oblicuos, plagados de tácitos, sabrosos, con un humor que compensa la intensidad de las pasiones y la gravedad de los hechos.
Su escritura, si bien tiene su origen en las artes de la representación, no puede concebirse desconectada de la gran generación de narradores contemporáneos entre quienes sobresalen Elio Vittorini, Gesualdo Bufalino, Leonardo Sciascia y Vincenzo Consolo. Comparte con ellos, desde luego, en que para todos la “cuestión de Sicilia”, cada cual a su manera, es una clave ineludible abordada incesantemente en sus respectivas escrituras: la pregunta por la escurridiza y dolorosa “sicilitudine” (“sicilianidad”). Camilleri logró construir una imagen de Sicilia que, por cierto, sin dejar de hacer visibles las dimensiones negativas existentes en la isla, las atemperó destacando las virtudes del paisaje, la riqueza cultural y la bizarra simpatía de los sicilianos, todo permeado por una generosidad y cariño enormes hacia los hombres y mujeres de la tierra de su infancia. La mafia misma, que aparece en muchos de sus relatos, no es nunca el tema único ni el eje de la trama, un tema que ya ha sido cantera para demasiadas ficciones y especulaciones. La novela policial, el género que le otorgó fama —su narrativa histórica vale la pena de ser visitada también—, es un pretexto para narrar a Sicilia, y los conflictos que la mueven tienen siempre en el fondo una dimensión esencialmente pasional, sea que la pasión detonante fuese la atracción sexual o erótica, la codicia, la envidia, la venganza o una excesiva y malentendida atención hacia el decoro o el honor familiar.
Sciascia, el narrador a quien más le debe, ya había explorado las posibilidades de la narrativa policial —léase su excelente
Todo modo—, pero Camilleri se entrega al género llanamente, sin usarlo como instrumento para transmitir crítica política o explorar intríngulis metafísicos o morales. No le importa ir a contracorriente del
dictum de Tomasi de Lampedusa —la sombra que pesa sobre cualquier narrador de Sicilia—, quien en sus célebres lecciones de literatura lo tildó de un género limitado y menor. Un prejuicio, sin duda (hasta los más grandes los padecen).
Las historias que Camilleri narraba, cualquiera que fuese el género, eran el medio que descubrió para trasladar su gozo de vivir al placer textual. Los testimonios de su vida, su compromiso político transparente y directo y, sobre todo, ese sentido personal de la dicha, de la bondad de lo existente, de su confianza en la polis, de su permanente sentido del humor y de amor por lo bello, se transmutan en relatos que provocan un placer análogo en el lector. Esa alquimia es difícil de lograr. Autores divertidos y chispeantes suelen dar lugar a escrituras densas y graves. En Camilleri, al contrario, se admira una congruencia impecable entre su figura, su aparecer, su decir y actuar en el ámbito público, su talante vital completo, por decirlo de algún modo, y su escritura.