En el final de la Copa América, Matías Fernández entregó el trofeo en representación de Chile —el bicampeón— al nuevo vencedor. Debió ser, en rigor, Claudio Bravo (quien lo alzó como capitán en dos ocasiones) el protagonista de ese trámite. No lo fue sencillamente porque no estuvo a la altura de las circunstancias, negándose pertinazmente a cerrar un conflicto tan absurdo como doloroso, que le ha costado a la “generación dorada” un mundial y, probablemente, el indeleble recuerdo odioso de este período brillante.
Demostrando que no hemos sido capaces de aprender de la experiencia, Bravo volvió a despotricar en el momento más inoportuno, sin demostrar grandeza ni generosidad. Pocas horas antes de darle un portazo al acercamiento, su hija nuevamente usó las redes sociales para fijar una posición familiar sobre un tema futbolístico, olvidando que esa fue la chispa que detonó el quiebre hace dos años. La grandeza de este grupo en la cancha no tuvo equivalencia en el respeto interno, lo que no deja de ser una pequeña tragedia.
El mismo Gabriel Arias puso otra vez el tema en el centro del debate, acusando amenazas en contra de su familia y focalizándose como responsable, demostrando que la visión sobredimensionada de las redes que tienen los seleccionados, al igual que la inmensa mayoría de los protagonistas de la noticia, distorsiona cualquier análisis serio. Rueda y los jugadores suelen creer que el periodismo y las redes son la misma cosa, critican cuando la marea social viene en contra, pero no trepidan en validar esos mismos medios al utilizarlos como instrumentos de expresión pública o de réplica en los conflictos. Ha sido más fácil hacer un seguimiento de la guerra entre los líderes del plantel en Twitter o Instagram que en los medios, donde la línea de pensamiento o la expresión de los sentimientos debería tener más fondo y base que en la urgencia irreflexiva de un par de centenares de caracteres. Un pecado que, vale subrayarlo, también cometemos los periodistas, otorgándole a esas redes más importancia en el debate de la que objetivamente tiene.
El balance de la Copa nos deja otra vez en un punto intermedio. Se valora el nivel de juego del arranque, aunque los números —más fríos y objetivos— nos digan que perdimos tres de los últimos cuatro duelos, que los errores cometidos fueron muchos y que, después de los dos pleitos iniciales, volvimos a caer en la sequía goleadora que ha caracterizado este período. Que las apuestas defensivas de Rueda aprobaron con honores la prueba, pero las ofensivas siguen estando legítimamente cuestionadas. Ni Sagal ni Valdés ni Junior ni Castillo se convirtieron en alternativas válidas en este torneo.
La digna despedida de Jean Beausejour, un legítimo estandarte de este proceso (en sus aristas brillantes y oscuras) nos obliga a proyectar el trabajo. Sin técnicos confirmados en las selecciones menores, todo seguirá dependiendo de los estertores de un equipo que resistió con dignidad —como quería Rueda— el desafío de la Copa, pero que está lejos de una ilusión madura, porque sigue lamentablemente preso de sus más íntimos pecados.