Hablemos de estupideces. El otro día estaba lavando una pila de platos que había quedado de una cena con amigos. Me gusta muchísimo lavar los platos, sobre todo cuando hay una buena cantidad. Esa tarea repetitiva —cargar la esponja con detergente, lavar, enjuagar— limpia el ruido mental que siempre me habita y, a veces, me sirve para escribir. Ese día, por ejemplo, estaba alegre e imaginé una lista de diversas situaciones incómodas por las que pasa una persona que escribe.
—Situación incómoda número uno: la persona que escribe acaba de presentar un libro y, entre quienes hacen fila para pedirle una firma, ve una cara conocida. Levanta la mano y saluda. La cara conocida sonríe, devuelve el saludo y, de inmediato, la persona que escribe sabe que ha cometido un error. Porque, aunque la ha visto dos o tres veces, no tiene idea de quién es la cara conocida ni, muchísimo menos, de cuál es su nombre. Finalmente, la cara conocida llega hasta donde está la persona que escribe y extiende el libro. No dice nada: ni “hola, qué tal, ¿te acuerdas de mí?”, ni “un gusto verte, nos conocimos en tal parte, ¿recuerdas?”. La persona que escribe busca en la memoria una pista, un rastro, un nombre. Pero no encuentra nada. Entonces echa mano de su último recurso. Toma el libro y pregunta: “¿Para quién lo dedico?”. Y la cara conocida dice, fatídicamente, “para mí”.
—Situación incómoda número dos: la persona que escribe asiste a un evento literario en un país extranjero y los organizadores le preparan una cena de agasajo en su casa. La citan a las siete de la tarde. A las siete en punto la persona que escribe toca el timbre. La reciben y la conducen hasta una sala donde hay más gente. Todos parecen animados y sostienen una copa con la bebida nacional, un destilado de graduación alcohólica alta. No hay comida. No hay otra cosa para beber. Después de algunas presentaciones y preguntas de cortesía, los anfitriones derivan la conversación hacia la coyuntura local. Severamente local: la corruptela del alcalde de un pueblo del interior, el
affaire de un diputado con una secretaria, la historia de un político de los años ochenta devenido director de una compañía eléctrica. La persona que escribe no dice ni mu, porque no entiende nada. Nadie le habla y todos hablan entre sí, a gritos. Pasa el tiempo. Ocho, ocho y media, nueve. La persona que escribe piensa con nostalgia en el servicio de
room service del hotel y está a punto de inventar una excusa para marcharse cuando, a las diez, la dueña de casa dice “pasemos al comedor”. La persona que escribe suspira aliviada y camina, como los demás, hasta la mesa. Cuando llega la comida, todos exclaman “¡qué delicia!” y se abalanzan sobre los platos. La persona que escribe se lleva un bocado a la boca, pero entonces la dueña de casa la interrumpe y pregunta: “¿Por qué ahora no nos cuentas acerca de tu libro: cómo lo investigaste, cómo fue el proceso de escritura, cómo se te ocurrió la idea, cuánto tiempo te tomó?”.
—Situación incómoda número tres: la persona que escribe llega al aeropuerto de una ciudad extranjera después de catorce horas de vuelo y un transbordo. En la sala de arribos, alguien que ha ido a recibirla le da la bienvenida y le pregunta: “¿Estás cansada?”. La persona que escribe dice: “Exhausta”. La persona que ha ido a recibirla dice: “Me imagino. Ahora vamos al hotel para que desempaques, te des una ducha y descanses. Y en media hora te paso a buscar porque organizamos un almuerzo de bienvenida en un pueblo que queda a una hora de aquí, donde te esperan el rector de la universidad y el director del diario que quiere hacerte una entrevista”.
—Situación incómoda número cuatro: la persona que escribe está dictando un seminario de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Cada vez que termina de explicar algún concepto pregunta a los asistentes: “¿Tienen alguna una duda, necesitan que aclare alguna cosa?”. Nadie pregunta nada. A las once y media, cansada y sabiendo que debe dosificar los tiempos, la persona que escribe anuncia un receso: “Nos quedan muchas horas por delante, así que vamos a tomar un descanso de quince minutos”. Los asistentes se abalanzan a buscar café, ir al baño, comer algo, despejarse. Pero dos o tres permanecen en el salón, se dirigen hacia la persona que escribe y, sin darle tiempo a nada, dicen, como si la estuvieran haciendo depositaria de un privilegio: “Queríamos hacerte unas preguntas acerca de lo que dijiste, porque tenemos varias dudas”.
Mientras lavaba los platos, todas estas cosas me parecieron graciosas. Pero, al escribirlas, me di cuenta de que eran ejemplos de egocentrismo, mezquindad, indiferencia, falta de empatía, insensibilidad y egoísmo, y sentí una cólera radiante crecer dentro de mí.