La selección volvió a demostrar en esta Copa América que es el único equipo competitivo del fútbol chileno. Al estar entre los cuatro mejores del continente, con reconocidos méritos, el contraste con los clubes es más que evidente: ninguno fue capaz de pasar la valla de las fases de grupos y, en la eliminación directa, nos quedamos temprana y contundentemente sin copas para el segundo semestre.
No es nuevo, por cierto. Desde el 2012, cuando la U que venía de ganar la Sudamericana se metió en semifinales de la Libertadores, el único eslabón competitivo es La Roja, que en ese período jugó un Mundial adulto, tres juveniles, ganó dos Copas América, fue finalista en la Confederaciones y, pese a que se desangraba en un conflicto interno y en la desidia y falta de liderazgo de Pizzi, peleó hasta el final su clasificación a Rusia.
Nuestros clubes, mientras tanto, daban bote en cuanto torneo internacional participaron, quedando eliminados vergonzosamente frente a cuadros de menor envergadura e inversión, en varios casos.
En ese escenario, resulta incomprensible que el capital cosechado por la generación dorada no haya servido para sentar las bases de un proceso importante. Chile es el país con peor infraestructura de selecciones de Sudamérica, y los planes y maquetas del nuevo Juan Pinto Durán descansan en paz. Las ganancias económicas de este período se fueron en premios, manotazos directivos sin esclarecer y nada más. Pero, lo que es peor, los réditos deportivos no fueron capitalizados.
La demostración más clara es que la Federacion ni siquiera pudo mantener al único técnico que desde Jose Sulantay clasificó a dos mundiales consecutivos. La partida de Hernán Caputto, el unico entrenador que rompió la línea de fracasos en el ámbito formativo del lustro, se fue sin que en Quilín se dieran por enterados, suponiendo que era solo un fusible más que era necesario reemplazar.
Reinaldo Rueda trabajó y remó para llegar a una conclusión obvia: no habrá otra generación como ésta de manera espontánea y graciosa. Deberemos invertir dinero y talento para buscar, preparar y proyectar nuevos jugadores, lejos del apetito depredador de los empresarios y con una labor que fije correctamente las prioridades, confundidas en la ambición inmediatista de las sociedades anónimas, que han mirado siempre con recelo, envidia y voracidad esta generación que encontró sus joyas antes que ellas siquiera existieran.