Dios es vida compartida, amor comunitario, comunión de personas, como lo grafica Cristo en el Evangelio de hoy: “Todo lo que tiene el Padre es mío” (Jn. 16, 15). Dios es apertura, diálogo, entrega mutua, donación recíproca, amor a otro.
Con estas coordenadas, la celebración de hoy resulta a “contracorriente”, ya que son muchos los signos que nos hablan de la preponderancia que le damos a lo individual por sobre lo comunitario; a la realización personal por sobre un proyecto común o al bien de cada uno por sobre del bien de todos. Vemos situaciones que nos impactan, como la creciente soledad o la incomunicación existente al interior de las familias, entre los compañeros de oficina e incluso en las relaciones de amistad. Basta ver cuánta gente vive sola; o sienten el abandono; o cuántos jóvenes que, a pesar de vivir acompañados por muchos, no se sienten queridos o que, simplemente, no le importan a nadie. La esclavitud que generan las redes sociales hacen que, paradójicamente, el partner, el compañero insustituible, no sea una persona de carne y hueso, sino un teléfono, una pantalla y un teclado. Así, hoy las relaciones humanas están fuertemente mediadas por una aplicación, el WhatsApp, al punto que comunicarse por este medio parece ser más relevante que el encuentro personal.
Cristo, al salir personalmente a nuestro encuentro, no solo nos anuncia el Evangelio, sino que nos además muestra que el modo de peregrinar al cielo es junto a otros, como Pueblo de Dios. No es casual que Cristo nos haya enseñado a rezar con el Padre ‘nuestro' –y no con el padre ‘mío'–; o que haya proclamado que ‘la ruta' al cielo pasa por las obras de misericordia, es decir, por actos de amor que comprometen a hacer un camino junto a otro, especialmente con el más necesitado; o que haya fundado la misma Iglesia a partir de una comunidad –los Doce Apóstoles–.
Por lo mismo, creer en la Trinidad es afirmar vitalmente que el origen, el modelo y el destino último de toda vida es el amor compartido en comunidad.
Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios uno y trino, que explica su vida interior en el amor dado y recibido. Y no descansaremos hasta que podamos saciar la nostalgia de ese amor trinitario que hay en nuestro corazón. Por ello, más allá de todo individualismo posmoderno, está el clamor interior para salir al encuentro de un otro.
De ahí que resulta fundamental, a la luz de esta fiesta de la Trinidad, renovar nuestros esfuerzos por generar vínculos, por experimentar vivamente la auténtica gratuidad de Dios, que nos enseña que las relaciones humanas han de ser escuelas de donación y expresión viva del amor verdadero. También somos desafiados a favorecer la opción por el camino comunitario, más allá de que a veces resulte más lento.
La comunidad es el modo seguro que nos permite avanzar, que nos ilumina en la fraternidad y nos ayuda a vivir el auténtico amor, que no es primeramente realización individual, sino entrega sincera a un otro, expresando el valor supremo de la donación. Ahí, siendo comunidad, se juega el auténtico cristianismo y la credibilidad del mismo.
“Todo lo que el Padre tiene es mío también; por eso dije que el Espíritu recibirá de lo que es mío y se lo dará a conocer a ustedes”.(Jn. 16, 15)