El tópico de las familias asfixiantes como espejos de un momento histórico ha ocupado buena parte de la robusta dramaturgia universal. Ahí están las tragedias griegas, luego las obras de Shakespeare, en especial en “Hamlet” y “Rey Lear”. Y, luego, otras piezas emblemáticas como “Un tranvía llamado deseo”, de Tennessee Williams, o “El pelícano”, de Augusto Strindberg.
La recién estrenada obra de Flavia Radrigán, “El descanso de las velas”, se inscribe en este registro que piensa las relaciones familiares como sistemas opresivos, y lo hace con una pluma de enorme calidad. Un texto labrado con imágenes inéditas, con complejos perfiles psíquicos y relaciones ambivalentes. Este texto demuestra la madurez de una autora que ha sabido esperar para observar el destino de una generación y para dejar que la voz del padre se asiente y se retire luego del reconocimiento y muerte del aclamado dramaturgo, Juan Radrigán.
Esa sabiduría y esa conciencia de ser parte de una estirpe de dramaturgos lo asume con humor y lucidez en su reciente versión de “Lear y su doble”, haciendo guiños a Cordelia, la hija exigente y rebelde con el padre. Porque Flavia Radrigán se aleja del manido motivo de “matar al padre”, el padre dramaturgo, el padre premio nacional de Artes de la Representación, para alimentar una genealogía de teatreros que cultivó el diálogo artístico en vida y de forma póstuma.
“El descanso de las velas” tiene la impronta de su autora, quien mira la historia desde la experiencia taciturna de su generación y con un énfasis intimista. Para eso hila la trama con dos hermanas casadas con dos hermanos que habitan la misma casa, donde recuerdan sus particulares relaciones de crianza, de pareja, sus traiciones y sus deseos intentando realizar una comida familiar que es una escena (y cena) imposible de montar, pues nadie es lo que fue y porque se han devorado entre sí. El hogar tiene muros hechizos, trasmitiendo el hacinamiento material y emocional que los atrapa en una historial de abusos y abandono.
Hay algo que hace esta propuesta única, y es la dirección de la talentosa Mariana Muñoz que decide una puesta en escena en clave “drama musical”. En el pasado, Muñoz montó, en ese registro, el célebre “Amores de cantina”, de Juan Radrigán. El elenco que convoca para esta tarea —de primer nivel—, hace que el texto luzca con su enorme capacidad interpretativa y talento musical.
Ahí está Claudia Cabezas (“Arpergionne”) interpretando a la hermana frágil, víctima de los abusos y condenada a servir. Ema Pinto, con vasta experiencia en musicales (desde la Carmela en “La pérgola de las flores” hasta “Amores de cantina”), es la hermana fuerte, seductora, destructiva. Y, como siempre, es un lujo ver en las tablas a Tito Bustamante (“Los inútiles”), quien desde el lugar del hermano mayor, es la voz de desencanto, de la rudeza. Y, por último, el actor y músico Mario Avillo (“Parecido a la felicidad”) es el joven, atractivo e inocente hermano, que toca guitarra y está condenado a vivir puertas adentro sin saber lo que quiere.
La composición musical es responsabilidad de Pinto-Avillo-Muñoz, musicalizando las acotaciones y algunos diálogos con un resultado asombroso.
Las parejas protagonistas simbolizan sistemas opuestos. Los mayores son el compromiso político y sus marcas en cuerpos y mentes. Los menores son los daños colaterales de ese mundo roto. Los mayores van presos, los que hacen misiones secretas, ven a los muertos. En ese universo nada cuaja, hay imposibilidad de ser un individuo autónomo en casas urgentes que obligan a la convivencia extrema y donde el amor se desintegra. Todo está en vilo, carcomiéndose en una larga noche que no concluye (“hay actos humanos que solo son navajazos de locura”).
Mención aparte merece la reflexión sobre la sexualidad femenina en torno a dos camastros y unos disfraces. Un campo que se despliega entre emociones enrevesadas y lenguaje violento. Las imágenes que sobrevuelan estos cuerpos son poderosas: “no, ya fui alimento por mucho tiempo. Y nunca terminan de comerme, nunca se sacian”. O las imágenes de abuso, “nadie sabe dónde vive nadie en la casa lo vio/ pero todos escuchamos/ clava clava clavaló”. Tanto la escritura como el tópico recuerdan el registro de la dramaturga Leyla Selman.
El símbolo de las velas es sugestivo, son las velas de las noches de protesta con corte de luz, de las noches en espera (velatones), de la plegaria, de las animitas que recuerdan a los muertos, las que amenazan con un incendio, o las velas de la cena íntima. Sin embargo, el diseño de unas tuberías de cobre con luces es lo menos logrado del montaje. Quizás una escenografía más elaborada hubiese acompañado mejor la filigrana de este texto.
Esta pieza dramática es parte de dos libros. De uno que se llamó “En el nombre del padre y de la hija”, que incluía los textos “El descanso de las velas”; “Bailando para ojos muertos”, y el monólogo inédito “Lear, el rey y su doble”. Y, luego, fue parte de la antología “Ausencia de ti” (Editorial Cuarto Propio, 2018), con “El descanso de las velas” (2012), “De las historias privadas de Dios” (2014), entre otros.
“El descanso de las velas” confirma a Flavia Radrigán como una autora de largo aliento que se nutrió de la “sombra” del padre y que fue labrando su espacio, con paciencia, gracias a una escritura vigorosa. Sus obras son para leer, y con detención, pero también para ver en los escenarios.
COORDENADAS
“El descanso de las velas”, en teatro Finis Terrae, hasta el 30 de junio. Precio de $2.500 a $7.000. Entradas a través de Ticketplus.cl