La obra “El círculo”, de la dramaturga Andrea Giadach (“Mundo patria”), y con la dirección de Giadach y Alejandra Díaz Scharager (actriz de “El efecto”), se suma a las iniciativas casi invisibles, minoritarias y poco atractivas para los titulares, que ejercitan la coexistencia entre personas de origen judío y palestino. Ahí están las producciones audiovisuales de Avi Mograbi, la dupla de cantantes Noa Achim y Mira Awad, las mujeres palestinas e israelíes que marchan vestidas de blanco, “Mujeres activan por la paz”. O la orquesta West-Eastern Divan, creada por el músico Daniel Barenboim y el filósofo Edward Said, o las ONG Combatientes por la Paz o el Círculo de padres, foro de familias.
Este proyecto nace de la voluntad de Andrea Giadach y Alejandra Díaz Scharager —una, chilena de origen palestino, la otra, chilena de origen judío—, quienes se juntaron a conversar sobre sus inquietudes identitarias para luego convocar a un grupo de creadores chilenos de ambos orígenes. Al colectivo que ampara el proyecto le dieron un nombre simbólico, Natuf, que corresponde al sitio geográfico que fue cuna de una civilización preagraria que habitó el actual territorio palestino-israelí. Este concepto parece tomar forma en las palabras del astronauta, que abre el espectáculo, que ve un planeta de lejos y nos propone seguir “historias chiquititas” a modo de una cinta de Moebius.
En la puesta en escena, en la sala Patricio Bunster de Matucana 100 —hasta el 9 de junio—, hay una metodología híbrida para un elenco heterogéneo compuesto por Shlomit Baytelman, Moisés Norambuena, Samantha Manzur, Antonio Zisis, Constantino Marzuqa y Juan Carlos Saffie. La obra se estructura en torno al proceso personal de encuentros que a su vez impulsa una ficción que va engarzando los episodios experimentados entre los miembros del grupo que se hacen llamar judío 1, palestino 1, y así consecutivamente, hasta completar los seis intérpretes en escena, junto con la presencia de Shlomit Baytelman, que figura como una narradora brechtiana, que con enorme talento canta en distintos idiomas y lee textos poéticos con una solvencia asombrosa.
En la línea biodramática, el impulso de escenificar la propia vida y el proceso del grupo, transitamos desde las primeras tensas reuniones dominadas por los prejuicios y los comentarios sarcásticos a cuadros con un humor desopilante, como la danza árabe y un musical, que hacen de eficaces contrapuntos. Luego se llega a un momento más significativo, cuando se cruzan relatos biográficos trayendo a escena archivos familiares, fotografías, mapas. En este proceso in crescendo vemos que cada actor porta narrativas; es así como cada uno despliega el relato de los abuelos o padres y de su tribu. Narrativas de persecución, de desarraigo, de precariedad y esfuerzo, de integración y diferencia. Y, luego, narrativas de rabia y dolor que los llevan a situarse en lugares antagónicos asociados a esa geografía dolorosa.
Acá aparece otra reflexión sugestiva: la arbitrariedad de las circunstancias. Se nace por azar en un determinado punto de planeta, con un determinado nombre, asociado a una etnia, y eso es un equipaje que cargamos y con el que debemos lidiar. De modo que hay escenas en las que se confunden nombres, las procedencias, la peculiaridad de sus comidas y ritos, la incomodidad con sus religiones y los mandatos familiares, y, por otra parte, con la resonancia con la dictadura chilena y el fenómeno de las nuevas migraciones.
Un punto alto de esa dinámica es cuando se llega a los ejercicios de alteridad, es decir, cuando desde su ejercicio propio de actores interpretan el papel de un personaje del otro pueblo, que, en un punto, es el pueblo “enemigo”. En ese sentido, destaca el trabajo de Samanta Manzur interpretando a una partisana judía durante la Segunda Guerra Mundial. Arma en mano nos hace pensar sobre el horizonte de la resistencia. Por otra parte, Moisés Norambuena interpreta a un fedayín palestino que explica el valor de los olivos y de la casa para su cultura, y nos cuenta la acongojada experiencia cuando demolieron la suya.
La obra no se agota en los testimonios directos del elenco; han recolectado pequeñas historias de otros, noticias emblemáticas o los textos de escritores e intelectuales que han pensando este contexto. Ahí se perciben las líneas de Edward Said, Ilan Pappe, Amos Oz. Hay una escena memorable entre un soldado israelí en casa de un gazatí mientras comparten un café y recitan poemas de Mahmud Darwish.
Quizás habrá gente que encontrará que la obra relativiza, o que es asimétrica; o al revés, que es poco radical, pero el teatro obedece a otra lógica. Se trata de un ejercicio honesto por parte de un grupo de artistas comprometidos que no busca dictar una verdad, sino que someterse a un proceso que no esquiva las contradicciones. En este caso, se trata del conflicto en el Medio Oriente, pero pensando en otros grupos étnicos, podría ser el conflicto entre haitianos y dominicanos por la matanza ordenada por Trujillo. O entre turcos y armenios por un genocidio no reconocido a principios del siglo XX.
“El círculo” puede dar la impresión de un ejercicio en marcha más que de una obra cerrada, donde quizá falta jerarquizar un poco los materiales y dar más espacio a la pluma dramatúrgica de Giadach. Y es adecuado pensar que se trata de un ejercicio en permanente transformación. De hecho, hay un dato de dominio público: Shlomit Baytelman sufrió un accidente el último mes de ensayo. De ese modo, hubo modificaciones que impactaron el montaje y confirman su impronta de proceso en marcha, como signo de ese conflicto que se recrudece cada día más.
Esta obra nos propone acercarnos a una frontera, en su amplia acepción, para modificarnos. Vemos a un grupo de descendientes abrir las páginas de sus libros individuales y colectivos para intercalarlas en un gesto a lo Scherezade, de contar una y otra vez historias. Algo como una “mesa-diálogo-biblioteca” donde unos se leen a otros poniendo en duda sus versiones, porque cuando ya no se escucha la narrativa del otro, viene la propaganda, el miedo, la violencia. Una cinta de pedazos rotos de “vivientes”, como dice la obra, que necesitan ser observados con distancia, como lo haría un astronauta, para no desfigurarse en la barbarie y ensayar otras formas de existencia haciendo friccionar el cuerpo, la voz y la palabra bajo un mismo proyecto.