La oportuna reedición de
El compadre —con el añadido de algunos textos que completan la versión anterior— sirve de ocasión para encontrarse con las virtudes ya reconocidas nacional e internacionalmente de la narrativa de Carlos Droguett.
La lectura de esta obra permite darse cuenta de que, por su temática, por los sujetos que la protagonizan y sus peripecias, Droguett se enlaza con una tradición literaria chilena que hunde sus raíces en la “Lira popular” y tiene como primer y gran exponente a Baldomero Lillo, una tradición que puede recibir distintos nombres, pero cuyo hilo conductor es dar voz al pueblo chileno, en el sentido estricto de aquel segmento más vulnerable de la sociedad, los pobres, los marginados, los sujetos más postergados, silenciosos y sufrientes, una tradición que cuenta entre sus representantes desde Juan Godoy, Nicomedes Guzmán, Manuel Rojas y Alfredo Gómez Morel, entre otros, hasta algunos narradores y narradoras contemporáneos clave. En esa línea, la escritura de Droguett sobresale de varias maneras, como lo indica Fernando Moreno en un preciso y claro prólogo.
En
El compadre se advierte cómo Droguett fue capaz de integrar a esa tradición con gran talento y vigor los aportes más importantes de los grandes narradores contemporáneos —Joyce, Proust, Kafka, Faulkner, Woolf— de una manera en que subyace una compresión fina y acabada de las lecciones centrales que cada uno de ellos propone para una narración. En este sentido, no cabe sino reconocer en Droguett a uno de los receptores más sólidos y definitivos de las vanguardias del siglo XX en nuestra tradición literaria, dando lugar, así, a textos como
El compadre, donde comparecen la tradición y la innovación en una muy personal y poderosa combinación.
La complejidad, el riesgo, la densidad de los elementos y significados que mueven a
El compadre explican la vigencia de esta obra, que impresiona por su frescura y, a la vez, por la multiplicidad de planos que el autor logra enhebrar en torno a una historia simple, que se hace compleja y rica por la manera en que es narrada. Su protagonista es Ramón Neira, un obrero de la construcción, alcohólico, que vive en el Zanjón de la Aguada, junto a su “mama” y su hijo Pedro, de ocho años. La anécdota es que Ramón, a cambio de abandonar el vino, le pide a San Judas Tadeo que apadrine a su hijo que no ha sido todavía bautizado.
La narración se concentra en un par de días y sigue las idas y venidas de Ramón, quien trabaja entonces arriba de un andamio como carpintero. Ese endeble andamio de madera, a la vez alto y precario, establece desde la primera línea la textura enrarecida que tendrá el relato, un relato que ensancha y enriquece extraordinariamente el mundo interior de Ramón, de modo tal que toda su vida queda contenida en esos pocos días, toda la ambigüedad de su persona, toda la historia política y social de esa época, que, sabemos, corre hacia finales de la década de los 40.
La calidad del narrador, que elabora convincentemente un modelo de flujo de conciencia en forma de monólogo interior o monólogo dramático, integrando un narrador en primera persona —la de Ramón— con otro omnisciente en tercera persona, es de un virtuosismo técnico impecable. Ese narrador torrentoso, temporalmente oscilante, estructurado en torno a oraciones complejas de un período en extremo largo, va moviéndose según audaces correspondencias, sin que a pesar de su tan solo aparente desorden pierda nunca una lógica y control admirables. El ritmo del discurso tiene una cadencia unitaria a lo largo de los ocho capítulos, diríase una musicalidad, porque el lenguaje de Droguett, sin ser prosa lírica, pone también en aprietos la distinción entre prosa y poesía. La novela señala hacia ese punto, abriéndose con un poema, lo cual no solo es importante en términos de lenguaje, sino porque el contenido de ese poema contiene claves centrales para su interpretación.
En ese poema inaugural, en los cuidadosos epígrafes que preceden a cada capítulo, en aspectos esenciales de la estructura y peripecia de la novela y en variadas referencias del relato, aparece Jesús y el relato de su historia y, sobre todo, de su calvario, como el que, según Droguett, debe iluminar la historia de este otro carpintero, Ramón Neira. El paralelismo no es menos unívoco que ineludible. La aproximación cristiana —y habría que precisar, católica— que emplea Droguett para abordar el dolor, el desamparo, la soledad y el extravío del protagonista reclama una lectura alegórica o figural, y es una indicación de cómo percibe el autor el papel que la religiosidad juega en la vida del sujeto popular, lo cual liga a esta novela a relatos como
Cristo de nuevo crucificado, de Kazantzakis, o
La leyenda del santo bebedor, de Joseph Roth.
Afortunada reedición, pues, de esta pieza fundamental de nuestra narrativa.