Se habla de posverdad desde hace poco, con lo ocurrido en los nuevos canales de comunicación —una gama amplia, como sabemos—, donde circulan noticias sobre hechos falsos, información o rumores fraudulentos con el fin de beneficiar o desacreditar un acontecimiento o a una figura política. Los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y creencias personales. Asunto que complica a las formas serias del periodismo y su axioma de informar de manera veraz. Las causas del fenómeno son varias, pero filósofos señalan su origen en el llamado posmodernismo y su propuesta de que todo conocimiento es relativo. Aceptar o no un suceso verdadero depende del punto de vista individual. De lo que es verdadero “para mí”.
Algo de esta conducta ha escurrido hacia ciertos libros que abordan temas históricos y, por lo visto, se han vuelto tendencia. Desde unos años a esta parte, diferentes editoriales han publicado varios y lo más probable es que continúen haciéndolo. Las editoriales, al igual que los autores, se interesan porque han constatado que hay público que gusta de leerlos. Son rentables, al parecer. Es un tipo de historia en general atractiva para una gama de personas, cautivadas por contenidos que se refieran a sucesos o personajes misteriosos, conflictivos, delictivos, o cautivantes por algún concepto, máxime si el texto está bien escrito, “se deja leer”.
No tiene nada particular. No cuestiono el hecho en sí mismo. Solo que el lector debe considerar que se trata de escritos entretenidos —puede ser—, pero “de poca monta”. Nunca historiografía, teniendo en cuenta el estado actual de la disciplina. Fue el objeto predilecto de las obras históricas tradicionales. Los acontecimientos son la parte visible del acontecer pretérito, pero poco significativos en sí mismos. Es el nivel inferior del tiempo histórico, como diría Fernand Braudel, “la espuma de la historia”. Es el tiempo del cronista, focalizado en lo breve, en el individuo y lo episódico.
Interesa al historiador entender el significado de los hechos en el contexto en que ocurrieron. Interpretar de manera verosímil —imposible la verdad total— el sentido o la razón de ser de los acontecimientos que configuran un proceso de larga o mayor extensión temporal. Aspira a comprender, no a enjuiciar. Para ello el historiador se basa en el estatuto epistemológico propio de la disciplina.
El centenario de la muerte de Manuel Rodríguez (2018), por ejemplo, incitó la publicación de libros. Me parecen más bien novelas. Se utiliza una armazón, la independencia nacional, para recrear vicisitudes del personaje, citando eventos reales combinados con otros ficticios. Se recurre a bibliografía específica existente, que es bastante desde el siglo XIX, dando por ciertas afirmaciones que sus autores efectuaron por asociación libre, incluso recogidas de novelistas. Junto con realzar las cualidades del protagonista, se termina por inculpar a Bernardo O'Higgins —gobernante entonces— de su muerte. Este hecho, incluso, es asumido como único objetivo de textos.
Se recurre al “se dice”, “se cuenta”, “al parecer”, haciendo aseveraciones arbitrarias. Y a partir de documentos, se conjetura que estaba presente —infundadamente— en reuniones conspirativas, formando parte de intrigas, sin que ningún escrito lo incrimine de manera clara, excepto uno que fue conocido cuando todos los posibles testigos estaban muertos (1850). Es más propio pensar que O'Higgins no participó en la decisión, aunque hubo una actitud recusable. Cuando se enteró del hecho, no hizo justicia como Director Supremo. Es cierto que, con San Martín, se formaron pésima opinión de Rodríguez, por su carácter anárquico, turbulento y por representar un riesgo para el “caro” proyecto independentista. Le ofrecieron cargos para expatriarlo a lo más, pero no hay pruebas de un plan que ellos urdieran para liquidarlo.
Por eso decía que la posverdad había contaminado un tipo de textos que pueden parafrasearse como post-históricos. Toman infundios por verdades, desacreditan sin base alguna.