Pedro piensa en su interior: han pasado tres años junto a Jesús y su vida ha dado un brusco cambio. Ya no es pescador de peces, sino de hombres; su horizonte original eran las riberas del lago de Tiberíades, ahora es el mundo entero con todas sus costas. Antes sus brazos eran muy fuertes, ahora se le suman sus piernas que de tanto caminar junto al Salvador él mismo se sorprende. Antes daba órdenes en la barca, ahora ha aprendido a escuchar, a cuidar enfermos, a mandar con su testimonio y a predicar. Antes rezaba los salmos que se sabía, ahora conversa con Dios, hace oración de tú a tú, etc. Estos años junto a Jesús han dejado una honda huella en su vida.
Pero, al mismo tiempo, ahora mira a Jesús en la playa y contempla en su humanidad santísima las heridas de la Cruz y vuelve a su memoria su cobarde traición, y otros momentos que recuerdan su debilidad, limitaciones y defectos. Él, que era la cabeza de la Iglesia, tenía que hacer realidad ese ideal: “Sean ustedes perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mateo 5,48). ¿Por qué no podía vivirlo? ¿Por qué seguía equivocándose? ¿Por qué no cambiaba?...
y cayó en la cuenta de que esas circunstancias que recordaban su vocación hablaban de un hombre que había mejorado, pero que después de tres años seguía siendo el mismo que Jesús conoció en la playa de Genesaret.
El único defraudado es él mismo y de sí mismo. Jesús, en cambio, lo llama de un modo muy personal “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” (Juan 21,17), utilizando su nombre propio y su origen. “Simón comprende que a Jesús le basta su amor pobre, el único del que es capaz, y sin embargo se entristece porque el Señor se lo ha tenido que decir de ese modo” (Benedicto XVI, 24-5-2006).
Para Pedro, toda la escena habla de su primer encuentro con Jesús. Todo lo que ocurrió ese día no fue fortuito y tampoco el Señor necesitaba de esos tres años para conocerlo. Sabía quién era desde toda la eternidad; “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero” (Juan 21,17).
La gracia de Dios supone la naturaleza, la purifica y la eleva, pero no la cambia. “Desde aquel día, Pedro ‘siguió' al Maestro con la conciencia clara de su propia fragilidad; pero esta conciencia no lo desalentó, pues sabía que podía contar con la presencia del Resucitado a su lado. Del ingenuo entusiasmo de la adhesión inicial, pasando por la experiencia dolorosa de la negación y el llanto de la conversión, Pedro llegó a fiarse de ese Jesús” (Benedicto XVI, 24-05-2006).
Estas palabras, “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero” (Juan 21,17), nos ayudan a recorrer nuestra vida cristiana con gran paz, porque Él sabe quiénes somos y aun así nos quiere, o, mejor, porque nos conoce nos quiere más aún. La perfección está en el amor, muchas veces manifestado en la contrición humilde. Lo único que tenemos que demostrar diariamente al Señor es que lo queremos.
Con el mismo amor que nos ama, Dios nos pide una respuesta semejante: “El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada” (Francisco, Gaudete et exultate, n. 1).
Al mismo tiempo tenemos que evitar pensar que el cristiano “es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada. Jesucristo Nuestro Señor se conmueve tanto con la inocencia y la fidelidad de Juan y, después de la caída de Pedro, se enternece con su arrepentimiento… Jesucristo siempre está esperando que volvamos a Él, precisamente porque conoce nuestra debilidad” (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 75).
Por eso podemos afirmar que los santos tenían defectos y murieron con ellos, pero murieron luchando contra ellos. Ese “sígueme” (Juan 21, 19) de Jesús a Pedro es el esfuerzo del bautizado por ser otro Cristo, seguirlo tan de cerca que con Él nos identifiquemos.
“Por tercera vez le pregunta: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?'. Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez ‘¿me quieres?' y le contestó: ‘Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero'. Jesús le dice: ‘Apacienta mis ovejas'”.
(Jn. 21, 17)