Me resulta mezquino y ciego que en las redes sociales les reprocharan a los que mostraron su foto delante de Notre Dame alguna clase de oportunismo. A mí me parece al revés, que ese mar de fotos es el mejor homenaje que se le puede hacer a la catedral incendiada. Nuestra Dama es, como su nombre lo indica, nuestra, o sea de todos los que por ahí pasaron. Su nombre representa perfectamente el talante del edificio que abre por todos lados tanto brazos como polleras y faldones, como si quisiera abrazar al mundo.
Los arquitectos y artesanos anónimos que la construyeron abandonaron sus propias casas para poner en el centro de la ciudad una casa sin habitante que era así la casa de todos. Se crea o no en el Dios que se supone habita el templo, hay algo de esplendoroso y trágico y cómico y bello en esa casa inmensa en la que nadie duerme, nadie vive, pero donde todos por un rato al menos habitan. Más si se piensa en la época de hambre y frío en que fue edificada.
Los ateos más furiosos intentaron también en la red celebrar el incendio, a los que otros ateos, o agnósticos cultos, les recordaron que en Notre Dame se oficia otra religión, la que reemplazó el cristianismo, la religión del arte y la historia, una especie de metadona que sustituye en los adictos a la trascendencia la prohibida heroína de la fe. Pero la fe es justamente lo que resulta a la hora del fuego inexplicable. En un mundo en el que las utilidades de todo tipo están en el centro de todo ese prodigioso gesto inútil de construir un templo más grande que la ciudad misma que lo alberga (París era hace 800 años apenas una aldea), resulta un contrasentido que solo algo parecido a la fe explica.
Francia lleva debatiendo décadas sobre el papel de la religión en su identidad. El nuevo fervor religioso que el wahabismo le ha contagiado a parte de la numerosa población musulmana francesa, ha llevado a la sociedad francesa a preguntarse cómo prohibir el velo en las mujeres sin hacer lo mismo con las cruces y las estrellas de David del resto de los creyentes de Francia. La cruz puede perfectamente esconderse debajo de la camisa, pero ¿qué se hace con Notre Dame y también con el concepto tan abiertamente cristiano de fraternidad después de libertad e igualdad colgado en la entrada de todos los colegios? ¿Pueden Francia o Europa reconocerse a sí mismas sin reconocer los campanarios de sus catedrales, pero también la escolástica, las protestas de Lutero y las blasfemias de Diderot y el marqués de Sade, y las mismas catedrales en las novelas de Walter Scott y Víctor Hugo? ¿Europa es Europa sin el judaísmo de Spinoza y Kafka y el islam de Averroes;
Las mil y un noches traducido por Burton, y las cítaras de Ravi Shankar renovando la música inglesa, o el sol de Orán sobre la cabeza del niño Albert Camus jugando fútbol?
La respuesta francesa a este dilema ha sido convertir la laicidad, es decir el sano principio de darle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (o los dioses), en una especie de religión de Estado. No creer en nada se ha convertido en una especie de salvación redentora que encontró su traducción inglesa en los delirantes últimos años de Christopher Hitchens y su intento de culpar a Dios de la mayor parte de los crímenes contra la humanidad.
La humanidad, y sus derechos humanos, es entonces el nuevo Dios, en el que es fácil creer sin meterse en la fe de nadie. Pero la humanidad es justamente la que construye catedrales inútiles en el centro de París. Y es la humanidad la que reza el avemaría viéndola quemarse. La misma humanidad es la que crea legendarias sociedades secretas entre los constructores de catedrales de donde salen los redactores de las constituciones y declaraciones de derechos humanos.
Todos los caminos llevan a Roma o más bien a Notre Dame, que es algo así como la cuna en que nuestra cultura se refugió antes de aprender a caminar. Europa, esa Europa que somos también nosotros en América no en vano latina, no necesita creer en Dios, ni menos en Cristo para ser fatalmente cristiana. Es lo que pensaba el antipáticamente lucido T.S. Eliot, que las religiones unían y dividían las culturas mucho mejor que las lenguas o los ejércitos. Las culturas, como las personas, pueden dudar de quién es su padre, pero la madre es indudablemente la que reconocemos cuando arde. Es quizás la razón por la que tantos que no creen y tantos de los que olvidaron que creían rezaron este lunes viendo quemarse la dama de todos.