La Ley de Educación Superior (LES), promulgada en mayo de 2018, fue celebrada muy elocuentemente por rectores de universidades estatales, junto a otra ley que los favorece financieramente.
El estandarte de la norma fue la gratuidad universal, instalada preferentemente como ayuda para estudiantes pertenecientes a familias de menores ingresos, cuya matrícula y mensualidades son financiadas en un porcentaje por el Estado y la parte restante por las instituciones adscritas al sistema, entre ellas algunas entidades privadas. Claro que este beneficio solo financia la duración formal de la carrera, y de exceder el plazo, cada alumno debe pagar el 50% y el plantel el otro 50%.
Aunque la última exigencia estaba en la ley celebrada, fueron los rectores estatales quienes primero reclamaron, porque varios miles de alumnos no cumplen el requisito. Dicen que el retraso se explicaría porque son jóvenes que han recibido educación básica y media insuficiente. El reclamo, además, es porque las instituciones deben costear la diferencia con sus propios recursos. Demandan extender el beneficio un año más “para compensar los desequilibrios”. Algo que es más válido para universidades que no tienen aportes especiales.
En su momento hubo conceptos de la ley impugnados por universidades del Consejo de Rectores, privadas y especialistas. Incluso se planteó que la reforma debía empezar por la educación básica hasta completar la media y así los alumnos ingresarían a la universidad en mejores condiciones. Pero los intereses políticos y de grupo pudieron más. Ahora: “Se están pagando consecuencias de una mala ley”, dicen.
De una ley que padece el síndrome del Transantiago. Aquel fue irreflexivo (2007), no obstante haber sido cuestionado desde su inicio, con argumentos responsables de expertos: los cálculos financieros para el medio de transporte fueron errados y comenzó a funcionar sin tener la infraestructura necesaria, signos que auguraban un muy mal presagio, que hoy sufre el ciudadano corriente. La gratuidad se ejerció de hecho (2016), mediante glosa presupuestaria, cuando todavía se discutía la LES. Y será necesario extender la subvención, como el Transantiago.
El problema es más grave. Las universidades realizan actividades remediales y se preparan para implementar sistemas de acompañamiento, que un porcentaje de estudiantes que ingresa, gracias al beneficio, pueden aprovechar: demuestran perseverancia, espíritu de superación, entienden que se trata de una oportunidad trascendente. Mas un número indeterminado —significativo— carga un hándicap que afecta su rendimiento académico. No es solo socioeconómico, sino también emocional, por diversas experiencias familiares. Los estudios demandan trabajo sistemático, un proceso cognitivo más complejo, desconocido por ellos, carecen de hábitos de estudio y tienen deficiencias en la comprensión lectora, por ejemplo.
Un conjunto de rectores, académicos y políticos demandan recalcular los aranceles regulados cuyo monto está muy por debajo del costo real de cada carrera; así también la fijación de aranceles para los alumnos de segmentos más altos y el tiempo de cobertura de la gratuidad, como se ha dicho. Factores que desfinanciarán a las universidades, arriesgando sus respectivos proyectos académicos y la calidad. También la ley debilita la autonomía universitaria, al otorgar a la Subsecretaría y Superintendencia de Educación Superior excesivas facultades fiscalizadoras y de control, lo que acusa un sesgo estatista indiscutible.
Para que esta experiencia no obligue a desembolsar anualmente altos recursos fiscales, es muy necesario modificar la ley. Mientras la enseñanza básica y media pública sea deficiente, el problema persistirá por tiempo incalculable. En las siguientes generaciones de universitarios siempre existirá un volumen con el mismo problema. Hace poco, un rector estatal y entusiasta de esta reforma dijo que el “vacío (de la ley) debe ser cubierto por los próximos 15 o 16 años”. El Transantiago lleva12 cubriéndose.