Hace algunos días, desde el CEP se levantaron voces poniéndole paños fríos a la reforma tributaria que ha planteado el Gobierno como condición para reimpulsar el crecimiento. No se entiende esta “suerte de obsesión” con esta cuestión —expresó su director— cuando el legado de la actual administración no depende de sus reformas. En aras de conseguir el apoyo del Congreso —agregó su economista senior—, la reforma “se ha desdibujado tanto que podría no valer la pena”. Quizás estas opiniones tenían como propósito adelantarse y volver menos traumático un eventual rechazo a la idea de legislar, lo que felizmente no sucedió; pero, más allá de esta circunstancia, hay aquí un punto de vista al que hay que prestar atención.
Partamos por lo más simple: efectivamente la ciudadanía no juzgará a la administración Piñera por el número y profundidad de las reformas estructurales que realice. Para cambios de este tipo es mejor la izquierda, y con Bachelet la cuota se superó con creces. Es tiempo de un descanso. Lo que hoy se pide es buena gestión y pequeños correctivos que mejoren la eficiencia en áreas críticas. En cierto momento se crearon expectativas respecto de La Araucanía, pero ha vuelto a imponerse el fatalismo. La excepción podría ser pensiones, que es un tema que se viene tomando la agenda de la gente. Hace bien entonces el director del CEP cuando recomienda al Gobierno no emborracharse con la “reformitis” y enfocarse en iniciativas de orden administrativo que respondan —y a la vez refuercen— conductas afines con el ethos de la derecha, como lo ha venido haciendo la ministra Cubillos en Educación.
El director del CEP también está en lo cierto cuando advierte que “no es que el Gobierno tenga la varita mágica y diga vamos a crecer”. La elección de Piñera ciertamente mejoró las expectativas —que, hay que decirlo, estaban por el suelo— y esto permitió un rebote, pero, con el correr del tiempo, las limitaciones externas e internas han vuelto a mostrar su feo rostro. Entre estas no hay que pasar por alto algo tan obvio como las ganas.
A diferencia de las generaciones anteriores, los mentados millennials simplemente no están dispuestos a romperse el lomo en aras de la abundancia económica. No tienen el hambre de sus predecesores, su deseo de acumulación, su apuro —su codicia, si prefieren—. Para ellos la vida es más vasta y no tiene la misma aceleración. No se sienten empujados a estudiar rápido para entrar a trabajar, ni a tomar cualquier empleo para iniciar pronto una carrera, ni combatir la angustia ante el futuro invirtiendo en seguridad. Se trata de vivir ahora: lo demás ya se verá.
Es algo que se ve en todos lados, no solo en los hipsters descendientes de las grandes fortunas, o en las clases santiaguinas altamente educadas. Miremos lo que pasa por ejemplo en la industria del cobre. A pesar de sus elevados sueldos, los hijos de los trabajadores no quieren seguir la huella de sus padres. De hecho, es cada vez más difícil reclutar jóvenes: estos no desean someterse a las restricciones y disciplina que exige la minería. Los que se incorporan, por lo demás, cuando encaran una negociación colectiva, son los primeros en privilegiar el “bono” en dinero contante y sonante para gastarlo aquí y ahora, por sobre otras demandas que suponen proyectarse en el largo plazo. Lo mismo sucede en todo el país y en las diversas actividades económicas.
Nada de esto va a cambiar, me temo, porque se apruebe la reforma tributaria. Por lo mismo, habría que cuidarse esta vez de abrir champagne. Como bien dice el director del CEP, “son muchas variables las que intervienen en el crecimiento de un país”. Una de ellas —quizás la que en estos nuevos tiempos se vuelve más escasa— son las malditas ganas.