El teatro es un arte vivo, espontáneo; por ende, a veces hay funciones únicas. Eso fue lo que ocurrió para los espectadores que asistimos el pasado sábado a ver “Trewa. Estado-Nación o el espectro de la traición”, en el Teatro UC (en cartelera hasta el 27 de abril). Había un ambiente particular que se percibía desde cuando subimos las escaleras hasta la sala Eugenio Dittborn, porque los protagonistas de esta obra, algunos reconocibles por su vestuario mapuche, estaban entre el público, y luego escucharíamos su testimonio en el conversatorio organizado luego de la función. El telón subió unos minutos más tarde entre vítores tribales, ese sonido gutural característico.
Este es el quinto montaje de Paula González Seguel, directora y codramaturga de la compañía Kimvn, que lleva once años labrando una particular y valiosa línea de trabajo en el registro del teatro documental alrededor del pueblo mapuche. Un trabajo que ha buscado registrar sus tradiciones particulares desde dentro (sin mediación representativa) para dar a conocer las problemáticas de su pueblo. Una línea que rescata la cosmovisión mapuche en conjunción con investigación periodística y antropológica, el testimonio oral, música, folclor, arquitectura y patrimonio material e inmaterial. Así surgieron “Ñi pu Tremen”, “Galvarino” o la reciente “Ñuke”, una obra que presentaba la historia de una mujer mapuche que arrastraba un profundo pesar por el encarcelamiento injustificado de su hijo.
En el caso del nuevo montaje, “Trewa” (“perro” en mapudungún), se sigue explorando en la docuficción, en coautoría con David Arancibia Urzúa (autor champurria, es decir, mestizo) y con Felipe Carmona Urrutia, a partir de varios materiales: la investigación “Interculturalidad en disputa: el caso de las patrullas interculturales de Carabineros de Chile”, de la antropóloga Helene Risor (presente en el conversatorio); los hechos de violencia ocurridos al joven Brandon Huentecol; el archivo oral de extorturados mapuches de la localidad de Tirúa en la dictadura, y los principales hechos de violencia hacia el pueblo mapuche durante los últimos veinte años, en cruce con la historia de Macarena Valdés, la activista que fue hallada muerta en su casa en Tranguil. Los materiales son reales, trágicos y dolorosos. Son una herida personal para una familia y una herida colectiva para la nación chilena, sin un horizonte esperanzador a corto plazo.
El escenario está escindido en dos; en un lado, la trama transcurre en una cocina mapuche, una estufa a leña y una mesa puesta para dar espacio a una conversación delicada: la petición de la familia directa de la activista Macarena Valdés a los líderes de la comunidad para desenterrar su cuerpo, con el objetivo de realizar una segunda autopsia. El marido y sus hijos exponen que rechazan la tesis del suicidio y las irregularidades que tuvo el proceso. También hasta esa mesa, con mate y sopaipillas, llega la madre de Brandon Hernández Huentecol, el joven que por defender a su hermano azuzado por Carabineros recibió cien perdigones en su cuerpo, que todavía porta, y sigue buscando un tratamiento médico que alivie su sufrimiento. La situación explota cuando se descubre que uno de los comensales es miembro de las Patrullas de Acercamiento a Comunidades Indígenas (PACI) y es calificado de traidor. De este modo, se desata la desconfianza y la rabia.
En la otra mitad del escenario, quizá correspondiente a la ficción, un delicado telón sugiere un bosque de araucarias por donde deambulan las figuras de Macarena Valdés, interpretada por Paula Zúñiga, y otros familiares y personas de la comunidad encarnados por un elenco heterogéneo compuesto por actores de trayectoria, como Hugo Medina, y otros más jóvenes, como Claudio Riveros, Benjamín Espinoza, Amaro Espinoza, Constanza Hueche, Fabián Curinao, Norma Hueche, Elsa Quinchaleo, Rallen Montenegro, Francisca Maldonado y Nicole Gutiérrez. La escena transcurre bilingüe, entre el castellano y el mapudungún, lo que le da una impronta.
Destaca el diseño a cargo de Natalia Morales Tapia y las proyecciones y diseño sonoro de Niles Atallah, que logran una atmósfera onírica. Una atmósfera que es un descanso a la información realista para ingresar en ese otro universo donde la naturaleza es protagonista y los sueños son revelaciones. Y, también, donde el frío, la nieve, el verde y el cántico de los pájaros dan pauta tangible de este otro modo de relacionarse con el territorio y con la comunidad. Hay espíritus, hay niños que juegan, hay señales, ritos, una rogativa; dan la idea de almas en pena. Hay un cambio de rewe (ese tronco escalonado y altar sagrado utilizado en las ceremonias ancestrales mapuche), las esculturas de madera que simbolizan los espíritus protectores que dialogan con la machi. Con estos códigos se plantea la rogativa al ngen mapu, remover la tierra de una tumba para ir en búsqueda de la verdad y la justicia en un gesto que nos recuerda, en un punto, el cometido de Antígona, de Sófocles.
Habría que sumar la bella composición musical de Evelyn González Seguel y los ejecutantes en escenario; todo esto genera pasajes sagrados memorables. Sin embargo, habría que hacer notar que es necesario equilibrar los turnos de la música y las intervenciones de los personajes, pues a veces se opacan unos a otros.
La pieza avanza de un espacio a otro, son dimensiones paralelas con lenguajes distintos, que a veces trazan una cesura difícil de resolver desde el plano escénico y dramatúrgico. Sin embargo, “Trewa” es una pieza sólida sobre la historia de violencia y resistencia del pueblo mapuche. Un pueblo que muestra una identidad cohesionada que ha resistido siglos de acoso e invisibilización, de discriminación y caricaturización. En su mensaje, obviamente, están la rabia y la impotencia por la represión policial que ahora sufren, anudada a intereses económicos y prepotencia cultural. Un interés codicioso y depredador que quiere arrasar con propiedades y formas de vida. Es una obra de denuncia y que muestra cómo varios de sus lamngen han sido asesinados y viven las consecuencias de un Estado que no ha sido capaz de reconocer que existe un pueblo originario y vivo, con una espiritualidad, lenguaje y organización política distintiva. Y cuya particularidad solo ha generado un castigo exclusivo para ellos, la aplicación de la nefasta Ley Antiterrorista.
La obra termina con un monólogo áspero de Macarena Valdés en voz de la siempre talentosa Paula Zúñiga, y no hay suspiro, porque tras los aplausos y los vítores suben al escenario los verdaderos protagonistas de esta historia. Ahí está Ada Huentecol, una mujer joven y suave, que relata el calvario por hospitales buscando quitar los perdigones de plomo que envenenan la sangre de su hijo. Tampoco hay alivio cuando interviene Rubén Collío, quien cuenta su vida de ingeniero en Ñuñoa y el posterior giro cuando deciden mudarse, con su compañera e hijos, a Wallmapu. Decisión que tuvo un triste revés con la dramática muerte de Macarena Valdés, colgada en una viga, frente de sus hijos, aún no aclarada.
Escuchar a estas dos personas resilientes, enamoradas de la vida, querendonas con sus hijos que deambulaban por el escenario y con un discurso de reivindicación lúcido, fue una lección moral y vital. Los espectadores, y en especial los huincas, quedamos avergonzados frente a un conflicto nacional que resulta insoportable. La compañía Kimvn apuesta por un género que no es condescendiente con el público: nos exige aprender su lengua, repasar la historia y hacer que sea su punto de vista el que se imponga sobre el nuestro. Nos hace sentir extranjeros y nos propone entrar a sus códigos a través de atractivos dispositivos escénicos (una ruca, un bosque, una rogativa). Nos obliga a mirar de frente un conflicto que es demasiado doloroso y cercano, y que exige cambios urgentes.