Aún no se apagaban los ecos del 8M -que se estima la manifestación más masiva, plural y pacífica realizada jamás en Santiago- cuando fui invitado por una organización internacional de abogados a una conferencia para debatir sobre las barreras que enfrentan las mujeres cuando aspiran a alcanzar el tope de sus carreras.

El entorno inducía a la humildad. En la sala había más de doscientas abogadas de las principales oficinas y empresas del país. Cuando me llegó el turno dije con timidez algo que sospeché no sería bien acogido: que a mi juicio los factores que obstaculizan el ascenso de las mujeres no son principalmente los famosos sesgos culturales o inconscientes (los llamados "techos de cristal"); son más bien las barreras materiales que imponen el orden familiar, social y económico dominantes, las que hacen incompatibles el desarrollo laboral de las mujeres con la maternidad y la crianza de sus hijos.

Tales barreras, agregué, son particularmente gravosas cuando la base productiva de un país está basada en el procesamiento de recursos naturales, como es el caso de Chile. El trabajo a distancia, los cafés y los coworks son fabulosos, pero no funcionan para las industrias en las que reposa la economía chilena: minería, forestal, agricultura, salmonicultura. ¿Cómo lo hacen aquí las mujeres que son madres para lidiar, por ejemplo, con turnos 7x7 o 4x3? ¿O con la necesidad frecuente de viajar y pasar días fuera de su hogar? Hay mujeres que lo logran, pero con la ayuda doméstica de otras mujeres: madres, suegras, otras parientes o "empleadas"; no de su pareja, quien generalmente tiene un ritmo laboral igual o más exigente.

¿Por qué no podemos ver aquí lo que observamos fascinados en Europa o Estados Unidos, donde uno se topa por doquier con mujeres trabajando en lugares públicos acompañadas de sus hijos y sus mascotas?, se preguntará alguien. La respuesta es simple: porque muchas de ellas cuentan con el trabajo invisible de inmigrantes -en su mayor parte mujeres- que les dan una mano en las cosas domésticas; porque allá prevalece una cultura de colaboración de parte de los hombres que aquí no existe, y, por sobre todo, porque sus economías no descansan en actividades extractivas e industriales, las que se han relocalizado hacia países emergentes como el nuestro.

Hacia el final de la conferencia, a través de un medio online , se preguntó a la audiencia: "¿Cuál cree que es el factor que más incide en la desigualdad de oportunidades entre hombres y mujeres en el mundo legal?". 51% mencionó la maternidad y crianza. Para mí fue alivio: incluso en este público, la respuesta confirmaba mi intuición.

Para dar pasos consistentes en la igualdad de género, por ende, no hay otro camino que instalar la corresponsabilidad de mujeres y hombres en el cuidado de los hijos: lo demás es música. La flexibilidad laboral, por ejemplo, no puede concebirse como una concesión a las mujeres para que puedan seguir ejerciendo su rol histórico: ella debe involucrar a mujeres y hombres por igual, para que estos no tengan excusas para no compartir esa responsabilidad. Esto conlleva, hay que asumirlo, una redefinición de la masculinidad que para muchos puede resultar traumática: al mismo tiempo, el hombre es lanzado de sopetón a un mundo del que siempre ha preferido huir -el doméstico- y expulsado del control monopólico del campo laboral y público, que era su fuente de identidad y reconocimiento. Y conlleva también replantearse la forma como organizamos los procesos productivos, así como la viabilidad de las metas que nos ponemos en materia de desarrollo.

En la vida me ha tocado experimentar múltiples rupturas, quiebres y revoluciones; pero ninguno con las repercusiones del movimiento que se expresó el 8M, que nos interpela a revisar los lenguajes, prácticas, roles e instituciones que dan forma a nuestra vida en comunidad a todos los niveles.