¿QUÉ ES LO OBSCENO? DÍCESE DE LO QUE ES OFENSIVO al pudor o a la moral sexual, a lo que se ha sumado otra acepción: lo que es 'escandaloso o repulsivo desde el punto de vista moral'. La obra "La secreta obscenidad de cada día", del dramaturgo Marco Antonio de la Parra -en cartelera nuevamente, ahora en el Teatro Finis Terrae, hasta este domingo-, apuesta a repensar ese concepto articulando una pieza en la que hay más de una historia alrededor de un par de exhibicionistas, hombres con gafas que visten impermeables sin ropa abajo, que se encuentran en la banca de una plaza a la salida de un colegio de niñas. Pero esa es la mascarada, porque en realidad se trata de otra cosa, de algo mucho más obsceno, de algo que requiere de nuestra capacidad de leer entrelíneas y salir de los lugares comunes.
Esta obra es un clásico, y un clásico controversial. Se estrenó en 1984 y desde entonces ha estado en cartelera, en temporadas intermitentes, tanto en Chile como en el exterior. Quizá pocos saben que se montó en Alemania, Argentina, Cuba y ahora está en Turquía. En cada contexto ha generado reacciones diversas, desde aplausos de pie a un público que permanece inmóvil y desorientado, a personas que se van de la sala; también ha sufrido implícita censura de asociaciones psicoanalíticas y partidos políticos. Ocurre que esta pieza desopilante no es apta para fanáticos y dogmáticos que no se permiten disfrutar su humor inteligente y subversivo.
Un texto así nos debería recordar el lugar que ocupa Marco Antonio de la Parra en la dramaturgia y en las letras nacionales. Un autor erudito y prolífico, con varias obras memorables, y también en otros géneros literarios. En teatro, vale la pena recordar "Lo crudo, lo cocido y lo podrido", "La pequeña historia de Chile", "El continente negro", "La cruzada de los niños"; en prosa, títulos como "La mala memoria" y "Cartas a un joven dramaturgo", entre muchos otros. Su trayectoria cuenta con importantes premios y becas nacionales y extranjeras.
El montaje regresa con su elenco original, Marco Antonio de la Parra y León Cohen, ambos psiquiatras. De hecho, es un texto que se gestó en su época de estudiantes de Medicina en medio del toque de queda y la efervescencia intelectual. En otras oportunidades, la pareja de pervertidos ha sido integrada por Julio Jung y Héctor Noguera, entre otros. Pero hay algo entrañable en esta dupla, que obviamente ha envejecido junto a la obra, que puede tener la chispa de sus inicios o funcionar como ese tema que tocan de memoria dos compañeros de banda.
Al poco andar, sabemos que quienes hablan en la plaza son dos genios, o bien los representantes de los dos grandes paradigmas del siglo XX: el marxismo y el psicoanálisis. Carlos Marx y Sigmund Freud dan paso a un juego dialéctico en el que discuten las bases de su ideario en un ágil debate de creencias que desarrollan con sarcasmo e ironía. Salen a la palestra conceptos como la lucha de clases, la represión, el inconsciente, la plusvalía. Ahí están sus dogmas y sus miserias, la convicción férrea de sus teorías, pero también está su vulnerabilidad. Marx, por ejemplo, dice que su madre lo menospreciaba y le repetía la frase "Carlos, por qué en vez de escribir 'El capital' no amasas un capital". Freud dice: "Todo es culpa de mi historia familiar" y relata una serie de anécdotas.
Desde el inicio hay un entrelíneas inquietante. De hecho, sorprende que haya pasado la figura del censor, ese personaje de la burocracia dictatorial que daba la aprobación a las obras literarias, porque esta pieza se arriesga a denunciar la delación, la tortura, la clandestinidad, el perfil sádico de los agentes de la represión. Por otra parte, el texto está plagado de frases políticamente incorrectas, chistes clasistas, xenofóbicos, etc.; todo para incomodarnos y, sobre todo, para desorientarnos. A través de recursos lingüísticos se producen sobreentendidos. Las ambigüedades y frases encubiertas aluden simultáneamente a la transgresión sexual y a la represión política ("Vamos, pégueme con un palo, métame en un saco, tortúreme, espóseme, dinamíteme, degüélleme. ¿Qué están usando ahora?"). O bien, el nerviosismo y los tabúes que aluden al final sorpresivo.
En este punto cabe destacar algo en los elementos de una obra que se apoya en un texto riquísimo y una escenografía mínima: una banca. Porque es un texto erudito, que brinda homenaje a varios géneros, el thriller , el vodevil, la tragedia, el absurdo, los juegos de simulación, en los que los personajes reiteran esquemas de comportamiento prototípicos para luego adentrarse en situaciones que alteran, cuestionan y trastornan. Nos podría recordar a "La noche de los asesinos", de José Triana. Porque, del mismo modo, acá hay algo de matar al padre, en especial en una generación que se vio seducida y adoctrinada por ambos paters o paradigmas, de modo que la obra resulta una mezcla de homenaje, desmitificación y ajuste de cuentas. Hacia el final, Marx y Freud están tan deteriorados y ridiculizados que ahora, con suerte, azuzan a inocentes colegialas. En el fondo, quedan reducidos a simples caricaturas, pero es una manipulación.
Las imágenes escénicas están permanentemente recreando estas dobles lecturas o los opuestos: el valor de lo individual y lo colectivo, el inconsciente y lo racional, lo intangible y lo material, el mundo interior y sus ensoñaciones con el mundo social y sus urgentes realidades. Todas necesitadas de una reflexión que las contenga y una acción que las canalice.
¿Quiénes son verdaderamente estos personajes? La ambigüedad los caracteriza: brota de su condición de clandestinos, marginales, imposibilitados de mostrar un perfil social nítido. Han vivido múltiples vidas y oficios, han sido rebeldes y sometidos, héroes y perdedores, han sido valientes y cobardes. Oscilan entre la arrogancia cínica o el remordimiento ("¿Qué espera para llamar a sus gorilas, el auto, el camión, la camioneta, el buque manicero?). Siempre ligados al lado oscuro, incluso en esta última misión, cuando esperan la reunión de apoderados de la clase social más poderosa de Chile. Será Freud quien lanzará la pregunta incisiva: "El dilema hamletiano del hombre latinoamericano de nuestro tiempo: ¿Hay que decirlo o no hay que decirlo?".
El país y el mundo han cambiado desde el estreno original, en 1984, en el Teatro Camilo Henríquez; sin embargo, la obra permanece asombrosamente vigente, a nivel local e internacional. Quizá las imágenes de lo obsceno han ido mutando. Por un lado, ahí está la muerte de los grandes relatos, de las utopías, de las ideas revolucionarias, y del surgimiento, en cambio, de líderes pérfidos, groseros, o bien, de antiguos idealistas sumidos en la codicia o la conveniencia. O bien, lo obsceno está en las instituciones eclesiásticas y sus curas abusadores, o en las universidades o en los canales de televisión con sus directores acosadores, en los métodos de guerra, por nombrar lo más obvio.
La obscenidad es política, es colectiva, es individual, es cotidiana; estalla polisémica.