En el verano que termina, el Gobierno ha hecho un significativo viraje en su discurso, y con ello, en el tono que le imprime a la deliberación política. ¿Importa? Me parece que sí y no solo porque incida en el juego político de todos los días, sino por su probable gravitación en la salud de nuestra democracia.
El Gobierno, que logró votos de centro o moderados, y así su mayoría, prometiendo una nueva transición, una política de unidad y una concentración en los grandes problemas del país, ha virado a un estilo desafiante; los discursos del Presidente se centran en cuestiones que dividen y de poca eficacia política. En el viaje a Cúcuta y en el control de identidad, que han copado su agenda mediática estival, el Presidente ha optado por un discurso en el que afirma poder enfrentar problemas complejos con fórmulas simples, en las que solo caben dos opciones: la suya, colocada del lado de la seguridad, de los derechos humanos y del bien y la de la vereda del frente, partidaria de delincuentes, contraria a la libertad o derechamente antipatriota. El Gobierno, que iba a poner a los niños primero, que citó a comisiones amplias para modernizar a las policías, prefiere ahora los discursos simplistas y confrontacionales.
Se me dirá que las promesas de campaña no son vinculantes, que pueden variarse por las circunstancias, y que el Gobierno ha presentado proyectos grandes, como la reforma tributaria o la modernización de las policías y que estudia otros, como la reforma laboral y la de pensiones. No me refiero a esos relativamente inocuos cuadros en que se contrastan los proyectos prometidos con los presentados. Me refiero a aquello que de verdad empuja el Gobierno con discursos políticos; me refiero a la opción del Presidente de no avivar sus grandes proyectos, sino los pequeños y a su opción por un tono desafiante y maniqueo.
¿No es esto parte del juego político legítimo de la derecha? ¿No vale la pena si ello sirve para contener el desgaste político, mantener el control de la agenda o a la oposición en bancarrota? ¿No está el Presidente asegurando su sucesión? Supuesto que ese estilo fuera eficaz para alcanzar esos objetivos políticos y que la oposición tuviera alguna capacidad de poner temas en la agenda o de disputarle, con unidad, la mayoría a la derecha, todo lo cual es bien dudoso, la opción del Presidente debe evaluarse también por sus costos.
Chile necesita de nuevas políticas en seguridad ciudadana, protección de la infancia, educación, modernización del Estado, previsión y régimen laboral, además de ajustar su sistema tributario. Para qué mencionar los nuevos desafíos que presenta el avance tecnológico para el trabajo y para la protección de datos personales o el del cambio climático. En todas esas materias necesitamos políticas que generen un alto consenso, no solo para que sean viables en el Congreso (muchas de ellas, incluso requieren aprobación de 4/7), sino para darles la estabilidad necesaria.
La democracia chilena, a diferencia de algunos de nuestros vecinos, no parece amenazada por una corrupción descontrolada, una inseguridad paralizante o una recesión económica. La sociedad y la economía parecen sanas, pero la política está debilitada y, en parte importante, lo está porque no atina a enfrentar los problemas ya mencionados, que vienen arrastrándose. Para alcanzar consensos amplios en torno a ellos se requiere un discurso presidencial mucho más sobrio, convocante y complejo que aquel por el cual el Presidente ha optado este verano.
No entiendo las ganancias del cambio en el discurso de Piñera. ¿Habrá conciencia de lo difícil que es calmar las aguas después de haberlas agitado? Si este viraje no se justifica, solo cabe esperar que haya sido un fenómeno estacional, pues no es posible avivar la reyerta con una mano e intentar unidad nacional con la otra. El debate político, como casi todo en la vida, no atornilla para los dos lados.