Pensaba. Acerca de aquel arroyo que había en una estancia de mis
abuelos llamada La Florida, y de la camioneta en la que íbamos hasta
allí, ronroneando el motor diésel, traqueteando la caja de madera en la
que mi hermano y yo aullábamos cual comanches en plena cacería. Acerca
de un pañuelo rojo que me ataba en la cabeza para protegerme del sol.
Acerca de una bolsa de tela en la que mi madre guardaba sus ruleros y
que conservaba el delicioso aroma de sus productos para el pelo. Acerca
de la peineta que usó durante años para hacerse un rodete (y que después
sepultó porque se cortó el cabello, y con la peineta y el cabello se
fueron también los anteojos glamorosos, las minifaldas, las botas de
caña alta, y llegaron los pantalones pinzados, las blusitas de vieja,
los suéteres color
beige con apliques de gamuza). Acerca de los
zapatones de hombre que usaba mi abuela y del olor dorado del pan que
comprábamos en La Europea, y de cómo hace dos semanas fui a la panadería
más antigua de Buenos Aires y vi un pan como aquellos y lo compré y no,
no era. Acerca de los veranos en el Club del Golf, flotando boca arriba
en la piscina, el agua en los oídos, el olor a cloro, la nena que
después de mirarme un rato me dijo: "Ah, vos sos la chica del cuerpo
lindo", la forma en que eso me perturbó. Acerca de aquel cine de París
donde vi
Blade Runner en inglés y subtitulada en francés con mi padre, y
acerca de la conmoción que me produjo, y acerca de cómo mi padre
entendió todo sin saber ninguno de los dos idiomas (y acerca de cómo
ahora mira en Netflix series y películas subtituladas sin sonido, con
los innumerables efectos colaterales que debe tener en mí la
contemplación de ese periplo vital). Acerca de cómo, en la bicicleta
enorme y negra de mi abuelo, pedaleaba siguiendo el trazado de las vías
hasta llegar a una quinta donde me quedaba sola, leyendo y tomando sol, y
acerca de los pinos que la rodeaban y de su humedad fragante y
esponjosa. Acerca del primer abrojo que me clavé siendo niña y de cómo
me desorientó que hubiera algo que pudiera hacerme tanto daño cuando yo
no le había hecho nada (el descubrimiento del dolor arbitrario, de que
las cosas malas pueden pasarle a cualquiera). Acerca de aquel vestido
rojo con el que me gustaba revolcarme sobre las capotas ardientes de los
autos estacionados bajo el tilo de la vereda. Acerca de las noches
felices durmiendo en las camas tristes de los abuelos, con colchones
vencidos, con mantas tejidas a
crochet que más que mantas parecían
libros de historia. Acerca de mi gorra de baño verde tapizada de flores
(margaritas) y de mi traje de baño enterizo azul con agujeritos coquetos
en los costados. Acerca de mi pantalón rojo con estampas de botones que
me parecía precioso. Acerca de aquellos años en los que me gustaba
tanto el color rojo -suéteres,
shorts , vestidos, faldas, pantalones-, y
en los que no había nada que pudiera llamar mío, ni siquiera la pulsera
de oro que tenía grabado mi nombre y que recuerdo haber usado en un
casamiento cuando me vistieron con una hermosa blusa blanca y una falda
de terciopelo negro, los aros de perlas, la pulsera, y en el que probé
por primera vez un bocado de ciruela y panceta, un sabor que me tomó
desprevenida, que me pareció abominable, que me hizo vomitar tras un
arbusto sin vergüenza y con indignación, y que no impidió que siguiera
jugando hasta el amanecer (porque llegar despierta al amanecer me hacía
sentir valiente, adulta, afortunada). Acerca de aquel palomar en el
campo, de las plumas flotando entre los excrementos de las palomas, de
los atardeceres como bubones que mirábamos sentados bajo el árbol de
castañas, del olor de las monturas de los caballos, de las cinchas que
mi padre me ayudaba a ajustarles en torno a la barriga y de la marca de
sudor fragante, delicioso, que les quedaba cuando se las quitábamos.
Pequeñas escamas calientes, nidos de nostalgia, capullos de melancolía
con olor a lana y pasto picante. El póster de una nena jugando con tres
patitos sobre la cama de mi cuarto, una mochila rosa que decía LOVE en
letras negras, un guardapolvo blanco escolar con una mancha de tinta en
el bolsillo, una falda verde de tela escocesa, medias blancas marca
Ciudadela con el elástico estirado, mocasines de color tabaco, un suéter
de
plush suave rosa viejo, la cajita de música con la melodía de
Doctor
Zhivago, el vaho caliente de la sangre de un pato recién muerto. Un
tiempo en el que nunca estaba lo suficientemente abrigada, ni lo
suficientemente bien vestida, ni lo suficientemente cómoda, ni siquiera
contenta, pero en el que no había ansiedad ni desazón, y uno no andaba
pidiéndole tregua a la intemperie a cada paso. No extraño ninguna de
esas cosas. No volvería a ellas ni que me pagaran. Pero son fragmentos
de cuadros que guardan un misterio sereno en el que a veces hundo la
cara para poder respirar.