En las afueras de un centro comercial fui testigo de un intercambio de palabras entre un cuidador de autos autorizado y un señor empeñado en estacionar en sitios reservados a personas con discapacidad. Como aquel se lo impedía indicando la señalética restrictiva, el conductor, muy molesto, le gritó "roto de mierda" mientras se alejaba.
Tratar así a quien es pobre y optó por trabajar de ese modo es insólito. En el pasado fue común "rotear", pero el significado del vocablo fue variando en el tiempo. Mas, en su origen, tuvo connotación de cierto lustre. Se habló del "roto chileno".
Fue casi un emblema de nuestra república, cuando naturalmente surgía el sentido patrio o la idea de nación. El estallido de la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839) contribuyó a encender el ánimo, porque Chile salió victorioso tras la batalla de Yungay. Se elaboró un himno homónimo y las autoridades denominaron Plaza Yungay (hoy Brasil) a una explanada ubicada en medio de un barrio en formación, al poniente del centro de Santiago. En ella acordaron levantar un monumento en honor al roto chileno, por su audacia, arrojo y fortaleza demostrada en los combates: homenaje al soldado desconocido. Claro que se instaló después de la Guerra del Pacífico (1889), bajo nuevo clima patriótico. Se decretó el 20 de enero como su día: la estatua representa un campesino con camisa y pantalones arremangados, sosteniendo un fusil en su mano derecha.
Para entonces la clase dirigente presumía aburguesamiento y miró con desdén al roto, mirada que se mantuvo, aunque sin que se anulase la visión romántica que pervivió por décadas gracias a la pluma de escritores.
Nicolás Palacios, en su libro "Raza chilena", intenta demostrar la superioridad racial del roto, injustamente repudiado. El mestizo, decía, constituye la base del pueblo chileno, formado del cruce racial de españoles (godos) y mapuches (raza pura). En 1920, y también como reacción a la displicente élite, Edwards Bello publicó la novela "El roto", caracterizando a personajes centrales como individuos cuya fuerza física y anímica había sido fraguada en la infancia, venciendo peligros, buscando aventuras, resistiendo rudezas y siendo aptos para ejercer cualquier oficio, bueno o malo. El periodista Roberto Hernández, en 1929, publicó "El roto chileno", grueso libro con anécdotas históricas, enalteciéndolo: "La palabra roto no indica una persona andrajosa, sino de tipo nacional". Otro tanto hicieron Luis Durand (1942) y Oreste Plath (1950), con argumentos similares: "El roto desciende de dos razas fuertes y orgullosas".
Mientras tanto, en la revista de sátira política Topaze, apareció una variante (1931), el roto "Juan Verdejo", caricaturizado por Jorge Délano (Coke): "Quise simbolizar, a través de su desaliñada indumentaria y ladina expresión, la idiosincrasia chilena". Flaco, pies pelados, sonrisa permanente y desdentada, sombrero informe, pantalones arremangados y parche en la rodilla, hablaba en tono festivo con políticos, hasta presidentes. Se reía de ellos y de sus promesas. Tuvo seguidores, hasta que fue rechazado (Raúl Silva Castro, 1941), sosteniendo que el hombre de pueblo no podía reconocerse en Verdejo. Había conquistado ciudadanía y conciencia de sus derechos, dijo, mejorando su situación en un Chile ya mesocrático. Así comenzó el destierro de la expresión.
Actualmente, hay quienes asocian -así, al bulto- rotería con pobreza, o ambas hasta con delincuencia. Pero es un prejuicio, descalificación gratuita, injusta, clasista. El significado actual de roto se refiere a descortesía, mala educación, ordinariez. El roto quebranta reglas sociales de buen proceder, de manera que los hay -también quienes delinquen- en todos los sectores sociales. El conductor citado fue roto, amén del trato, por querer estacionar a sabiendas que vulneraba una ley, actitud algo corriente en automovilistas de buen aspecto y condición física, que estacionan relajados en lugares para discapacitados. Observe y verá que hay rotería en comunas confortables.