El proyecto llamado de admisión justa y la forma que tuvo el Presidente de justificarlo muestran, como en un retrato fidedigno, la verdad ideológica de la derecha.
Una verdad que, sin embargo, ella se niega a defender de manera explícita.
Desde luego la idea de mérito que subyace al proyecto indica que para el sector que lo presenta, el mérito está dado por el resultado y no por el proceso. Si un niño -un niño de apenas 10 u 11 años- obtiene mejores notas que otro de su misma edad, entonces tiene mejor derecho que este a ser admitido en un liceo de excelencia, al margen de cuáles sean las circunstancias que han contribuido a ese resultado. En suma, la derecha llama mérito al resultado con prescindencia de los factores que lo produjeron.
Salta a la vista la función ideológica que cumple ese desplazamiento de significados. Él conduce a describir cualquier distribución actual de riqueza o de ventajas como meritoria. Al cerrar los ojos frente al proceso social con el que se configuran las trayectorias que conducen a los resultados, cualquier éxito presente resulta entonces ser en un sentido lato meritorio, un resultado del esfuerzo biográfico, un razonable premio a la voluntad de logro. Esta leve alteración del concepto de mérito (desde el proceso al mero resultado) cumple, como es obvio, una función legitimadora de las posiciones sociales actuales e impide emitir juicios acerca de las causas estructurales que condujeron a ellas.
Pero si lo anterior es ya una razón suficiente para discutir esa concepción del mérito, la justificación que se ha dado para el proyecto de admisión justa provee otra.
En efecto, si se tolera que esa idea de mérito inspire la admisión a las escuelas de mayor calidad, se estará enseñando a un niño que su lugar en la escala invisible del prestigio y del poder se debe a sí mismo y no a la historia, a su capacidad y no a ese lento sedimento político y social que poco a poco ha ido configurando el lugar que cada uno tiene en la sociedad. La sociedad aparecerá entonces así como la suma de trayectorias puramente individuales, un juego donde cada uno tiene el lugar que merece. Y la estructura social como una distribución de culpas y de premios. Pero ocurre que la democracia, la cultura democrática que es mucho más que una práctica electoral, no concibe así a las sociedades. La democracia -el esfuerzo de las sociedades por autogobernarse- se inspira en el propósito de corregir los dictados de la historia y de la naturaleza. Allí donde la historia o la naturaleza condenan a un niño a ser dominado cultural y socialmente, la democracia, a través del sistema escolar, se propone cambiar ese destino. Por eso, porque la democracia niega a la naturaleza y a la historia el derecho a asignar el lugar que a cada uno le cabe, a la política democrática le interesa discutir de la justicia entendida -según la vieja fórmula de Ulpiano que vale la pena repetir- como dar a cada uno lo suyo, lo que se debe a sí mismo y no lo que simplemente le tocó en suerte, en la lotería natural o como resultado de su historia social.
Por supuesto ese esfuerzo que la democracia realiza es un ideal aspiracional que cada cierto tiempo tropieza y encuentra resistencias, pero que la sociedad no debe nunca abandonar.
Mirar el subsuelo que configura poco a poco las posiciones sociales es algo, sin embargo, a lo que la derecha, inevitablemente se resiste. Y se resiste porque ella cree que es la posición actual, las posesiones alcanzadas, con prescindencia de la trayectoria y la suerte que a cada uno le tocó, lo que configura el mérito.
Esa es la verdad que la derecha se resiste a reconocer y por eso se esmera en torcer el significado de los conceptos hasta llamar mérito a lo que, en los grandes números, esos que según Tolstoi configuraban el misterio de la vida, es simplemente prerrogativa hereditaria o natural.
Pero el Presidente acaba de agregar otro dato para configurar la verdad de la derecha.
En una verdadera confesión involuntaria, ha intentado justificar el proyecto llamado de admisión justa diciendo que él confiere libertad y mayor agilidad a los actores de la industria de la educación.
Tal cual.
Es imposible eludir el significado de las palabras presidenciales sin faltar el respeto al Presidente diciendo que no sabe lo que dijo. Por supuesto lo sabe aunque de manera inconsciente. Es su verdad oculta que cada cierto tiempo, cuando el entusiasmo debilita la censura, aflora. Concebir a la sociedad como un quehacer industrial, un campo de fuerzas donde se pone en juego la sagacidad de cada uno. Lacan definía al inconsciente como "el discurso del otro", el discurso que proveía el lugar donde cada uno había sido socializado, el esquema simbólico que cada uno había recibido para mirar el mundo.
El Presidente acaba de revelar el suyo.
Carlos Peña