La escena del diputado Gabriel Boric celebrando una polera con la imagen de Jaime Guzmán agujereado por las balas -¡Bueeena! ¡Aguante!, exclamaba y reía mientras la mostraba a la cámara- no indica lo que el diputado piensa.
Es peor.
A menudo se suele creer que lo más importante es lo que las personas piensan o reflexivamente dicen. Presos del prejuicio acerca de la racionalidad de los seres humanos, se cree que su discurso refleja lo que son, la verdadera índole de lo que los constituye. Pero ocurre que el discurso, las palabras pasadas por el cedazo de la razón son imitables, se ensayan frente al espejo, se premeditan y luego se dicen. No es que el discurso de las personas o del diputado Boric sea insincero. Es verídico y honesto. Lo que ocurre es que incluso cuando son verídicas las palabras no dicen exactamente lo que el dicente es, su identidad más profunda.
Basta una falta de control -una cámara, el deseo de agradar- y lo que cada uno es asoma.
Y eso es lo que ha ocurrido con esa escena objetivamente infame.
Porque lo que allí se muestra no es a un diputado que suele ser reflexivo, a veces meditabundo y casi siempre proclive a los acuerdos. El sujeto que enarbola la camiseta y la celebra sin el menor espíritu crítico (con el obvio ánimo de satisfacer al anfitrión del programa y a lo que él en ese momento supuso era la audiencia) no es un diputado reflexivo: es un simple adolescente que emite palabras al uso (¡Bueeena! ¡Aguante!); que se esmera en hacer lo que la audiencia espera, y que cree que la audacia, el ánimo disruptivo y crítico, se muestra en actitudes como esa, celebratorias incluso de una injuria a una víctima.
Lo que entonces resulta incómodo en esa escena del diputado Boric no es el contenido ideológico de la escena (puesto que nadie duda que Boric rechaza el asesinato), sino su total falta de contenido, la tonta vacuidad insultante de ese gesto. Gestos como ese es fácil imaginarlos en una pandilla desordenada y superficial, en medio del fervor de una protesta, como parte de los saltos tribales que a veces practican los seres humanos, una de esas risotadas que anima la cerveza, pero no en una entrevista dada por un diputado de la república en quienes tantos cifran tantas esperanzas.
Sí, es verdad (y eso habla bien de él), Gabriel Boric ya pidió disculpas y por enésima vez rechazó el asesinato en cualquiera de sus formas. Pero ya son varias veces que el diputado ha dado explicaciones como si darlas excusara siempre la conducta a que se refieren. Creer que las excusas son lo que importa y no la conducta que pretenden borrar, es un prejuicio religioso. Es en el confesionario donde se cree que las explicaciones y la contrición son más importantes que la conducta. Pero la política y la escena pública no son un confesionario.
Por eso no es fácil apagar el efecto de esa escena.
Y la razón es que ella provocó rechazo no porque alguien crea que refleja lo que de veras Boric piensa; el problema es que su gesto provocó rechazo porque mostró por un momento, y en el breve lapso de una imagen, a un simple adolescente, a un ser humano que aún vive en medio de esa moratoria que antecede a la adultez, ese que permite conductas como las que mostró esa escena.
Ese es el problema.
No es la creencia en que Boric es partidario del asesinato lo que incomoda, sino la revelación que él es, en alguna parte suya, un adolescente.
Un adolescente: alguien que hipnotizado por sí mismo, no mira a los demás. Solo hace lo necesario, así sea algo estúpido, para que los demás lo miren.
La adolescencia no es un asunto de edad ni de vestimenta. La adolescencia es un estado intelectual.
Ella equivale a la creencia de que se transita por una etapa de la vida donde se carece de responsabilidad por el mundo que se encuentra en derredor, y se piensa que se ha llegado a él para cambiarlo porque, de manera inexplicable, las generaciones más viejas no fueron capaces siquiera de advertirlo. El adolescente se piensa a sí mismo como el recién llegado a un mundo cuyos habitantes, por estupidez o cobardía, no se habían dado cuenta de cuán mal hecho está. Esta convicción que tiene el hombre o la mujer de espíritu adolescente -el sentido de irresponsabilidad frente al mundo al que llegan y la sensación de que ellos han descubierto cómo arreglarlo- es lo que explica que el político de espíritu adolescente aparezca a veces reflexivo y meditabundo, como estrenando recién las armas del pensamiento abstracto, y otras veces desaprensivo, ligero y torpe en su conducta.
Eso es lo inquietante de la escena.
Gabriel Boric y el Frente Amplio tienen aquí, en ese espíritu adolescente que algunos de sus miembros cultivan y estiran, y que esa escena subrayó, el secreto de su atractivo; pero al mismo tiempo la semilla de su fracaso.