La decisión del Tribunal Constitucional, comunicada este jueves, que rechazó la exigencia de arrepentimiento para la obtención de la libertad condicional por parte de violadores de derechos humanos, permite examinar un problema de central importancia: cómo ha de concebirse el papel de la conciencia en la vida pública.
La regla que el tribunal rechazó exigía a los violadores de derechos humanos, como requisito para obtener la libertad condicional:
Haber manifestado su arrepentimiento mediante una declaración pública que signifique una condena inequívoca a los hechos y conductas por las cuales fue condenado...
La derecha impugnó la regla. Era, dijo, inconstitucional.
La derecha sostuvo -y al parecer el Tribunal Constitucional compartió el argumento- que esa exigencia violaba la libertad de conciencia. La conciencia, dijo la derecha, equivale a un recinto íntimo que está más allá de toda exigencia, se trata de un ámbito inviolable de las personas que una exigencia como esa, de ser aceptada, atropellaría. Para coronar su alegato, el requerimiento de la derecha citó la argumentación que el propio Tribunal Constitucional formuló a propósito de la objeción de conciencia en el caso del aborto. Allí el tribunal había dicho que no era posible imponer la obediencia a una ley que infringe los dictados de la propia conciencia.
El defecto del argumento esgrimido por la derecha salta a la vista.
Como es obvio, una cosa es esgrimir la conciencia para eximirse de cumplir la ley (el caso del aborto) y otra cosa, muy distinta, esgrimir la conciencia para violarla y negarse
ex post a reconocer públicamente el crimen y su daño (el caso de quien violó los derechos humanos). Como se ha explicado infinidad de veces, el derecho no admite, no puede admitir, que un individuo se refugie en su conciencia para dañar a otro o para negarse a reconocer el daño que causó. Pero a eso es a lo que conduce la decisión del Tribunal Constitucional: a que la convicción de una persona que incluye la disposición a dañar a terceros no deba ser tenida en consideración a la hora de conferirle beneficios carcelarios.
Es increíble, pero luego de la decisión del Tribunal Constitucional, ese será el caso.
En el argumento de la derecha -y es de esperar que el Tribunal no lo repita- hay un error intelectual severo que consiste en confundir la exigencia de manifestar o expresar arrepentimiento, con el arrepentimiento como sentimiento interior.
Es obvio que para el derecho es imposible exigir el arrepentimiento interior, ese que demanda el cura en el confesionario, un arrepentimiento sincero que borra el pecado y permite asomarse al cielo. Así también es obvio que es imposible que el derecho exija un compromiso interior de cumplir un cierto deber a la hora de prever que se jure o prometa cumplir los deberes adscritos a un cargo. Eso es evidente desde que Thomasius y, para qué decir, Kant distinguieron al derecho de la moral. Por eso la ley ahora impugnada no exigía el arrepentimiento en ese sentido, sino su pura manifestación externa mediante una declaración pública. Pero entonces -se dirá-, ¿qué sentido tiene solicitar la manifestación de un arrepentimiento que puede ser insincero puesto que la ley no puede invadir la conciencia para verificar su verdad? Tiene, por supuesto, un valor socialmente relevante. Él deriva del hecho de que la manifestación de arrepentimiento (la literatura la llamaría la dimensión performativa) es el compromiso intelectual, la aseveración pública de que en un crimen como ese se obró mal y no debió cometerse. Y esa exigencia (lo muestra el derecho comparado) es plenamente legítima.
No es el arrepentimiento como sentimiento interior e inverificable lo que se solicitaba, sino la convicción intelectual de estar arrepentido lo que el proyecto, ahora rechazado, exigía.
Lo que se ha dicho de la manifestación de arrepentimiento vale también para cosas que nadie hasta ahora ha impugnado, como la exigencia de jurar o prometer que se hace a los testigos o la de cumplir la ley y la Constitución a que están sometidos los diputados y senadores. ¿O acaso ahora se les ocurrirá a quienes firmaron el requerimiento que la exigencia de jurar o prometer servir fielmente el cargo con que se ganan la vida -algo que deben hacer los propios miembros del Tribunal al asumir- viola la libertad de conciencia e invade el sagrado fuero interno y es inconstitucional? Algo como eso sería ridículo y tonto; pero algo tan ridículo y tonto es lo que se ha argüido a favor de los violadores de los derechos humanos.
Ridículo y tonto; pero, lo que es peor, dramático.
Dramático, porque esta invocación a la conciencia que ha hecho la derecha para impedir que se exija expresar el arrepentimiento parece, en realidad, una forma de eludir su propia actitud en el pasado, de ocultar por enésima vez la mala conciencia de algunos de sus miembros.