Señor Director:
Rodrigo Hinzpeter comenta mi columna del miércoles y, al hacerlo, adelanta una serie de argumentos a favor de castigar el negacionismo. Afirma que una sociedad abierta puede coexistir perfectamente con esa regla penal, como lo probarían los casos de Alemania, Austria o Francia; que lo que se persigue al sancionar el negacionismo no es acallar el debate sobre el significado de los hechos, sino la negativa a admitir que ocurrieron; y, en fin, sostiene que no parece coherente argüir la libre expresión a favor de permitir el negacionismo y al mismo tiempo sancionar el discurso de odio.
Antes de revisar cada uno de esos argumentos, puede ser útil definir los términos del problema.
A la hora del debate, sugiero distinguir entre: a) el discurso de odio, esto es, los actos comunicativos que derogan la condición de ser humano de un grupo en razón de la etnia, la condición sexual, las ideas, etcétera; b) el negacionismo, es decir, la disputa acerca del acaecimiento de ciertos hechos luctuosos o acerca de su significado; c) la apología de la dictadura o el pinochetismo, esto es, justificar en ciertos casos la interrupción de la democracia; d) la injuria u ofensa a las víctimas.
Esos cuatro casos son obviamente distintos y su tratamiento debe ser diferenciado. El discurso de odio niega una de las condiciones de posibilidad de la vida democrática, que es el reconocimiento de la condición humana de grupos específicos. Y eso justifica que se lo controle jurídicamente. Pero eso no ocurre con el negacionismo, es decir, con la afirmación de que los crímenes acaecidos en dictadura no fueron tales o que estaban causados por circunstancias previas. Allí no se pone en cuestión ninguna condición de la vida democrática. Tampoco la apología de la dictadura de Pinochet o la injuria a las víctimas (con todo lo reprochable que es) ponen en peligro, por sí mismas, las condiciones de la vida democrática (¿será necesario recordar que el discurso sobre la dictadura de Donoso Cortés inspiró a muchos partícipes del golpe y la dictadura del proletariado a otros tantos que se le opusieron?).
Hechas esas distinciones, es posible ahora examinar los argumentos de Rodrigo Hinzpeter.
Cita a favor del negacionismo los casos de Alemania, Francia, etcétera. Todos esos casos son, sin embargo, distintos. En el caso de Alemania, no se castiga la mera negación y la justificación del Holocausto, sino cuando el discurso sea "apropiado para perturbar la paz pública" (la regla es del año 1994); en el caso de Austria se castiga a quien "niegue, apruebe, banalice o justifique" el genocidio nacionalsocialista u otros crímenes contra la humanidad (la regla es del año 1992); y en Francia se castiga la negación del Holocausto judío castigado en Nuremberg, pero no otros (el Consejo Constitucional, en febrero del 2012, consideró contrario a la Constitución castigar la negación del genocidio armenio). Como lo muestran estos casos, en el castigo al negacionismo es muy difícil distinguir (como Hinzpeter sugiere) entre la negación de los hechos y el debate sobre su significado. Y siempre se podrá preguntar ¿por qué es delito negar unos crímenes y no otros? ¿Por qué la Shoa y no el genocidio armenio? ¿Por qué los nazis y no Stalin? Y en cualquier caso, y si de dar ejemplos se trata, la mayor parte de los países, la abrumadora mayoría, considera que castigar el discurso negacionista conduce a sacrificios que dañan el debate público.
La experiencia de los casos citados muestra que castigar la negación de los crímenes conduce inevitablemente a clausurar el debate acerca de su significado. Y eso daña la libre expresión y a los propios derechos humanos. En Chile hay quienes sostienen que los crímenes de la dictadura son susceptibles de ser explicados por circunstancias previas que obligan a morigerar el reproche, y otros sostienen que, por eso, en rigor, no son crímenes (no porque la lesión no haya ocurrido, sino porque fueron actos de guerra irregular, etcétera). ¿Habrá que prohibir la expresión de esos puntos de vista y castigarlos con la cárcel en vez de refutarlos? Hinzpeter sugiere castigar la mera negación fáctica y no la interpretación de los hechos. Pero los juristas y los historiadores saben que nunca se discute acerca de hechos desnudos, se discute acerca de la valoración de hechos. Luego el castigo del negacionismo, a pesar que parezca dirigido a impedir que se nieguen hechos, disciplina el debate e instaura un tabú.
Y, en fin, sobra decir, como ya expliqué, que el castigo del discurso de odio (tendiente a despojar a grupos de su condición humana y que incita al exterminio) lesiona una condición de posibilidad de la democracia, algo que no ocurre con las otras formas de discurso que deben en principio ser admitidas.
Carlos Peña