Se cumplen setenta años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuya adopción respondió a las atrocidades cometidas con ocasión del Holocausto y al compromiso de los países de trabajar en conjunto para enfrentar los problemas que condujeron a dos guerras mundiales en menos de treinta años. Con la Declaración, se cristalizó además el consenso contemporáneo sobre el multilateralismo y los derechos humanos, esa idea según la cual las personas tenemos derechos por la sola circunstancia de ser parte de la especie humana y que estos atributos son universales, sin estar supeditados a la voluntad contingente de los Estados.
En el comité a cargo de redactar el documento, liderado por Eleanor Roosevelt, había un latinoamericano, el chileno Hernán Santa Cruz, cuya contribución fue decisiva para ampliar el alcance de la Declaración, más allá de las concepciones anglosajonas que parecían dominar el proceso de elaboración.
Desde entonces, la comunidad internacional fue desarrollando la idea básica de que la raza, el sexo, la religión, la condición o el origen social, entre otros, no serían elementos que permitirían a los Estados tratar a las personas de manera arbitraria e injusta. A fines de la década de los sesenta, se adoptaron dos pactos internacionales sobre derechos humanos, los que, junto a la Declaración, pasaron a formar el catálogo internacional básico de los derechos. Hacia 1990, con el fin de la Guerra Fría, el entusiasmo por los derechos humanos y la democracia llevó a intelectuales a proclamar nada menos que el fin de la historia y a señalar que vivíamos en "la era de los derechos", como titula un libro del influyente profesor Louis Henkin.
Sin duda, la arquitectura moral e institucional de los derechos humanos ha permitido avanzar en muchas áreas de la vida social. Con todo, al conmemorarse siete décadas de este régimen político global, lo que parecían ser sólidos consensos se ven cada día más cuestionados. Países que lideraron el proceso de elaboración de la Declaración Universal, como Estados Unidos, se han ido convirtiendo en actores renuentes a la propia comunidad que instaron a formar, encabezando hoy un preocupante proceso inverso de retirada de compromisos internacionales. En Europa, los esfuerzos por consolidar una comunidad política regional llevan tiempo tambaleando y la adhesión a grupos nacionalistas extremos se expande a diario. El rechazo a los organismos internacionales, como quedó en evidencia con el tumultuoso Brexit a la sombra de la Unión Europea, alcanza también a otras regiones, como hace un año, cuando países africanos amenazaron con retirarse en masa del Estatuto de Roma, que crea la Corte Penal Internacional, debido a la atención exclusiva que este tribunal venía dando a África, y no a conflictos en otros lugares del mundo. Y en América Latina, la irrupción de liderazgos populistas abiertamente hostiles a los derechos ya es una realidad, a la par de la grave situación de derechos humanos en algunos países.
El último de estos retrocesos nos toca de cerca. En Marruecos, más de 150 Estados se han dado cita para firmar su compromiso con el Pacto Global sobre Migración, definido como un "marco de cooperación no vinculante jurídicamente" que aborda la migración "segura, ordenada y regular". El Pacto reafirma que "los Estados tienen el derecho soberano a determinar su propia política migratoria". Chile, sin embargo, se ha restado de su firma, uniéndose a una lista de países que hacen noticia en el mundo por sus políticas contrarias a los derechos de los migrantes. ¿Ahí queremos estar?
La migración es uno de los problemas más acuciantes que debe enfrentar la comunidad internacional hoy. Según cifras de la ONU, en la actualidad hay más de 258 millones de personas viviendo fuera de sus países de origen, cifra que, se estima, solo crecerá. La crisis de 2015 en Europa, con países cerrando sus fronteras y niños muriendo ahogados en sus costas; la retórica del Presidente de los Estados Unidos, unida a sus acciones inhumanas en contra de migrantes, más la revuelta reciente en las calles de París que, entre otras cosas, impugna el propio acuerdo de Marruecos, nos fuerzan a tomar posiciones hoy. Más allá de la puerilidad de los argumentos del Gobierno, la decisión es particularmente decepcionante, pues se adopta en momentos en que se necesita precisamente lo contrario: fortalecer los lazos de cooperación mundial para enfrentar los problemas comunes.
Para conmemorar los setenta años de la Declaración Universal se requiere liderar desde dentro, no restarse de los difíciles avances que la comunidad internacional intenta hacer. Chile debe enmendar su decisión.
Jorge Contesse Singh
Profesor de Derecho
Rutgers University