Ganó River, y con justicia. Después de un primer tiempo donde el rival lo amarró y sus propios nervios lo condicionaron, fue capaz de remontar y de marcar en un alargue que hizo aún más ostensibles las diferencias. Boca no tuvo fútbol, pero sobre todo no dispuso de fuerzas.
Efectivamente el festejo fue frío, impropio para un relato de esta naturaleza. El mismo hecho de que la escuadra de Marcelo Gallardo viaje directamente al Mundial de Clubes le restó el condimento multitudinario que siempre debió ser. Así como van las cosas, incluso, postergar el reencuentro puede ser más épico y contundente, pero a estas alturas es poco lo que se puede aventurar con una historia demasiado larga, demasiado confusa y demasiado tensa como para ponerse a hacer pronósticos.
Como siempre, el fútbol se ha encargado de darnos lecciones contundentes. Para todos los que centraron el debate en lo que podía perder más que en la gloria que estaba en juego, el resultado es una moraleja. Hay quienes no tememos a la derrota, si es digna y bien asumida. Muchas leyendas se construyeron a partir de la amargura, y es bueno que en el lunfardo rioplatense ese factor tienda a reconocerse. Boca fue tan increíblemente generoso en su esfuerzo, que ensalzó su propia tradición, sin perder nada de su esencia.
Lo importante será sacar lecciones. Pocas veces se alinearán los planetas para ver una final como esta, pero el Estadio Nacional volverá a ser, el próximo año (y si nadie con un fajo va a tentar a la Conmebol) el escenario de un partido que el mundo observa siempre con interés. El escenario, lo sabemos, no está a la altura del desafío, pero tiene una historia que debemos respetar. Se ve tan increíblemente lejana la opción de que uno de los nuestros llegue a la instancia final que la urgencia no es sólo por presentar una escenografía digna, sino que batallar para recuperar la grandeza que varios de nuestros clubes supieron lucir a nivel continental, cuando las cosas se hacían mejor y las condiciones de la lucha parecían más favorables.
El fútbol sobrevive siempre, si hay talento y generosidad. En las pomposas oficinas de la Conmebol no deberían felicitarse por el final feliz, al igual que en los despachos de todos los culpables de propiciar las condiciones para el escándalo. Es verdad, todo terminó de maravilla, pero el epílogo no puede hacer olvidar el tortuoso tránsito que tuvimos que soportar.