Su padre en la escena pública fue un dictador, pero según la última encuesta del CEP, hoy es el político mejor evaluado.
Y es que Joaquín Lavín -mal que pese- es un político de veras.
Y un político de verdad siempre acaba pareciéndose más a su tiempo que a su padre.
Hasta apenas anteayer se creía que la buena política era la ideológica, los grandes partidos programáticos y los líderes que tenían familiaridad con las ideas, capaces de dibujar el horizonte guiando a los ciudadanos y ciudadanas hacia un paisaje imaginario que apagaría sus malestares. Las claves de la política -el clivaje- eran la clase, incluso el barrio, la historia familiar, una cierta identidad colectiva, los discursos todavía encendidos, la promesa de redención.
Cuando Lavín apareció, esa forma de concebir la política todavía tenía vigencia social y de ahí entonces que con frecuencia -mientras firmaba piernas de travesti, imaginaba playas artificiales, prometía lluvias, bailaba disfrazado de indígena y regalaba imágenes de una Polaroid- se viera en él a un farsante y un superficial, un creyente del Opus Dei que posaba de tolerante, alguien que era capaz de cualquier cosa con tal de subir en las encuestas. Al principio todo esto se miraba con divertida perplejidad. El cosismo, esa pulsión por hacer cosas en vez de pronunciar discursos, aparecía como un signo de superficialidad, una liviandad simpática pero insustancial.
Pero cuando se mira para atrás, casi todos esos gestos, que cuando se ejecutaron parecían ridículos ademanes demagógicos, insinceros y mentirosos, simples actos de un simulador, se han ido revelando en el curso de los años como los signos de la época, los síntomas de lo que latía en el subsuelo y que al parecer Lavín vio antes que nadie y cuando las cosas todavía se dibujaban apenas en el contorno: las identidades sexuales electivas, el predominio de la imagen fugaz, el anhelo de satisfacción inmediata, el rechazo al discurso global y narrativo, la expansión del consumo, el anhelo de los grupos medios por el reconocimiento.
Y hoy todas esas cosas que parecían excéntricas, trampas de publicista, simples astucias, forman parte de la atmósfera y de la cultura cotidiana.
Y así, el sorprendente éxito y la notable sobrevida de Lavín como político se deben no tanto a sus ideas, sino a esa capacidad casi camaleónica y natural de confundirse con su tiempo, de dejarse llevar blandamente por él. Lavín no es, por decirlo así, insustancial o liviano, es la época la que ha llegado a serlo, y su talento, o su natural tendencia de político, ha sido confundirse simplemente con ella. Y es que, ya se dijo, el político que es de verdad se parece más a su tiempo que a su padre. Ese es el secreto de su éxito y, cuando eso no ocurre, es la razón de su fracaso. El político de veras no se queja de su tiempo, aparenta flotar cómodamente en él adaptándose a sus contornos. Pero, claro está, solo lo aparenta porque es esa apariencia la que le permite sintonizar con la gente y, camuflado con su época, tratar de modificarla.
A menudo se piensa que la política es la afirmación de un programa ideológico, el esfuerzo por dibujar la historia empujándola con ideas y con acciones que quieren modelarla. Y así fue, en efecto, hasta hace no mucho tiempo, la política: un programa ideológicamente orientado, seguro conceptualmente de sí mismo, dispuesto sin complejos a conducir la vida en común.
Pero lo que el ejemplo de Lavín -su notable sobrevivencia y su irritante éxito- muestra es que la política hoy es un afán, por decirlo así, de servidumbre ante la realidad; no el esfuerzo por modelar el tiempo y la historia, sino el esfuerzo por mediar entre las ideas, no muchas, y la realidad. Pero para hacer eso no hay que suplantar la realidad con la imaginación, sino aceptarla tal como es. Ese es el primer paso para cambiarla, porque es ella, la realidad inmediata en que se desenvuelve la vida de las personas, la fuente de sus expectativas y de sus anhelos.
Los partidos ideológicos y los líderes encendidos de ideas están dejando paso a movimientos pragmáticos y a líderes que en vez de ideas que dibujan el horizonte de la historia, tienen ocurrencias para salir del agobio cotidiano.
O tempora o mores -qué tiempos, qué costumbres- se quejarán, como Cicerón, por igual los conservadores y los entusiastas revolucionarios.
Mientras tanto Joaquín Lavín seguirá dejándose acunar por los tiempos a los que ha llegado a parecerse.