Frente a violaciones masivas de derechos humanos cometidas bajo dictaduras se podría decir que hay responsabilidades penales que son individuales y otras, de dispar naturaleza y más difíciles de precisar, que son sociales y culturales. Las primeras aluden a actos que siempre, en cualquiera época o circunstancias, fueron crímenes y que les corresponde a los tribunales determinar, juzgar y condenar. Las segundas, en cambio, no son individuales, pues afectan a amplios segmentos de la sociedad y no derivan de la participación directa en un delito, sino de una responsabilidad por el silencio, la falta de reacción ante el conocimiento del crimen, la no compasión frente al sufrimiento de las víctimas.
Enfrentar esta segunda dimensión lleva a formular preguntas incómodas.
La primera es, ¿sabía el pueblo lo que acontecía bajo la dictadura? La respuesta es sí. Es imposible no saber de la muerte de miles (millones bajo Hitler o Stalin) de miembros de minorías raciales, sociales o políticas que eran sacados de sus casas, presas del terror, para luego desaparecer; de miles de compañeros de trabajo que eran detenidos, deportados o ajusticiados. De familias enteras que partían al exilio. Era imposible no saber.
La siguiente pregunta es: ¿hubo una responsabilidad colectiva? Alexander y Margarete Mitscherlich, refiriéndose a la Alemania nazi, la describen así: "El estudio crítico... aportaría muy luego la prueba de que el asesinato de millones de perseguidos indefensos se compone de innumerables decisiones y acciones culpables realizadas por individuos... La posibilidad de que sucediera lo que sucedió... también es el resultado de una obediencia increíble". No de una obediencia militar (que sin duda hubo), sino también de la obediencia de los civiles, partidarios o no del dictador, los que rehuyeron de toda responsabilidad moral, negándose a "ver, oír o leer" o, peor aún, los que expresaron aceptación de lo que ocurría.
En Chile, frente al crimen, la sociedad en su conjunto calló. Es cierto que "hubo personas aisladas capaces de distinguir entre la patria y la dictadura", pero fueron pocas y, en los días iniciales, contadas con los dedos de la mano. Sin embargo, eran miles las personas que tenían conocimiento suficiente, por decirlo de alguna manera, de lo que sucedía. De partida, los miembros del Poder Judicial; regimientos y cuarteles; una parte no menor de las Iglesias; medios de comunicación; las autoridades regionales nombradas por la Junta Militar y las que habían sido destituidas; los empresarios que habían visto desaparecer a algunos de sus trabajadores; alumnos y profesores universitarios que sabían de la suerte de sus colegas. También, salvo casos notables de heroísmo, los dirigentes de los derrotados que, sin duda, sabían.
La culpabilidad moral es clara. Pero ¿es dable transformarla en un delito perseguible en los tribunales? ¿Debemos llevar a las Cortes esta responsabilidad colectiva? En la literatura sobre el tema (abundante después de la II Guerra Mundial), no conozco quienes sostengan que hay que procesar a todo el que supo de las atrocidades y calló, o a aquel que, teniendo información, no acudió a denunciar ante los tribunales o ante los jefes de las instituciones.
De partida, condenar judicialmente a la "sociedad que supo pero que calló" sería un imposible práctico: ¿cuántos millones de alemanes, sin haber cometido directamente crímenes, deberían haber respondido judicialmente por sus vinculaciones con el nazismo? ¿Cuántos cientos de miles de franceses deberían haber sido juzgados por su "colaboracionismo"? Para qué hablar de millones de rusos y habitantes de Europa del Este y sus vinculaciones con el estalinismo. Pero intentar este imposible acarrearía más injusticias que las que se pretendería reparar. Ese intento fatalmente termina en una justicia selectiva: ¿por qué los jueces y no los militares?, ¿por qué los políticos y no los empresarios?, ¿por qué los vencedores y no los que, habiendo sido vencidos, callaron?
Llegado el momento, todos aludirían a similares eximentes. No eran tiempos normales, sino una sociedad enferma que había abandonado el aburrido juego de la democracia liberal y del respeto al Derecho para embarcarse en una lógica de "amigo-enemigo" y en una brutalidad agresiva que copaba la escena política. Y bajo el peso de esta lucha fuera de control, y de una odiosidad que permeaba a la sociedad entera, se produjo el hecho -que hoy nos avergüenza- de la anulación de la conciencia moral y de la capacidad de sentir duelo por el dolor ajeno. A ello se agregó un miedo incontenible de los perseguidos que por denunciar pudieran ser revictimizados; o de los militares que por alzar su voz fueran ejecutados como traidores; o de los empresarios que, por hablar de más, pudieran perder propiedades que la dictadura había hecho precarias.
Genaro Arriagada Herrera