Para la elección del 8 de noviembre de 2016, incierto del resultado -creía que Hillary iba a ganar-, mi columna se tituló: "Trump es Chávez".
En efecto, desde el agresivo discurso de inauguración, que sobrepasó con mucho a la gunboat diplomacy del 1900, Trump no ha dejado títere con cabeza, en la medida que sus facultades constitucionales se lo permiten. Por suerte estas son muy limitadas si lo que se propone es trastornar el sistema de equilibrio y contrapeso tan característico de la institucionalidad norteamericana. Al parecer hasta su propia gente, en resguardo tácito y con sigilo, ha intentado, a veces con éxito, encaminarlo por una vía racional. Con todo, esa democracia tendrá que absorber bastante degradación.
Ha erosionado el ingente capital político y el no despreciable patrimonio moral de la historia de EE.UU. Aquí Trump emuló a Chávez, supongo que inconscientemente. No solo por la promesa de salvar al país y de tener respuestas para todo, hasta cierto punto un elemento de la política. Primero, porque tomó demasiado en serio esa definición de la política amigo-enemigo (en democracia, idealmente, partidario-adversario). No existe espacio entre los amigos -los que lo siguen incondicionalmente- y los enemigos, empezando por la "corrupta Hillary", calificación que se hizo pegajosa y hasta hoy le pesa a la candidata demócrata, aunque haya que discutir sobre la decencia de la acusación, o más bien difamación.
Ha contribuido extraordinariamente a un proceso de polarización que estaba en marcha mucho antes de Trump, pero que ahora este lo elevó al punto omega de la vida política. Igual el uso amplio de los "resquicios legales", las "órdenes ejecutivas", instrumento ya empleado por Obama, legal pero que lo pretende convertir para una empresa de revolución constitucional. A todo lo que lo contradice le espeta ser fake news , viejo truco para evadir la deliberación.
La agitación permanente de problemas que son reales y preocupaciones legítimas, como la inmigración, lo convierte en teatro de variedades, en escuela de odio larvado. Que la economía esté bien es discutible que se deba a él. Más que en otros países, siempre se ha debatido en EE.UU. de quién es el mérito de un buen crecimiento, o de la responsabilidad de una recesión económica. Richard Nixon decía que el país se maneja a sí mismo y por eso él se preocuparía solo de política exterior, donde tendría un papel creativo y así lo hizo. La crisis del 2008 pudo ser enfrentada (pero no predicha) por el secretario del Tesoro de Bush, por la administración Obama y su responsable del Tesoro; sobre todo por la Reserva Federal, ya que por algo su cabeza de entonces, Ben Bernanke, era un estudioso de la Gran Depresión. Trump despilfarra este momento, aunque en verdad más al modo limitado de Correa en Ecuador y de Kirchner en Argentina y no al de Chávez y Maduro.
En política exterior, agitando un nacionalismo estrecho y ciego, EE.UU. adora lo que antes quemó, en un proteccionismo -hasta donde se ve- sin estrategia. Ataca con desparpajo a aliados, siempre con una porciúncula de razón, pero con argumentos desmesurados que desnaturalizan el debate. Asimismo, la renuncia a todo papel moral -salvo el de invitar a un egoísmo indiferente a todo aquel con el que pueda coincidir- erosiona las bases de la defensa de las sociedades democráticas en el gran contexto global. En cambio, hay silencio sobre Rusia, alimentando sospechas.
Ojalá este Chávez gringo no se la pueda con EE.UU., por su rica historia institucional, como sí aquel se la pudo descuajeringando a Venezuela. Ambos exceden en la misma carencia, la de dignidad y clase en el mejor sentido de la palabra.