"No soy de los que califican de nazi a cualquier acto que me repugne promovido por actores políticos de ultraderecha o totalitarios", escribía hace algunos meses Jonathan Freedland, columnista del diario británico The Guardian. "Hacerlo trivializa y minimiza ese horror que significó la muerte de millones de inocentes. Pero tal contención tiene sus costos, pues hace del nazismo un fenómeno ajeno a la experiencia humana, como algo ocurrido en otro planeta. Esto lleva a no extraer lecciones, en circunstancias que el estudio del nazismo ayuda a contar con sistemas de alerta temprana para identificar los primeros signos de procesos que podrían desembocar en horrorosos desenlaces".
El columnista se refería a los niños arrancados de sus padres por agentes de migración del gobierno estadounidense. Al respecto recordaba que los sobrevivientes de los campos de concentración cuentan que el momento de mayor crueldad ocurrió cuando fueron separados de sus padres y estos, impotentes, no pudieron defenderlos. Ese terror los ha acompañado toda la vida.
No, lo sucedido en Estados Unidos no es lo mismo que el nazismo: aquí nadie terminó en la cámara de gases; pero tiene ecos, y estos hay que escucharlos.
Por lo mismo, hay que prestar atención a Steve Bannon, el ideólogo de Trump, que se ha instalado en Europa para desde ahí diseminar sus ideas por el planeta. No le ha ido mal. Uno de sus discípulos, el líder de la Liga y ministro del Interior del gobierno italiano, Mateo Salvini, emulando a Trump, ha propuesto un censo para registrar "manzana por manzana" a los gitanos y expulsar del país a los que no están en regla, y prohibido el desembarco de buques humanitarios con inmigrantes africanos salvados de las aguas del Mediterráneo. Su popularidad saltó a las nubes.
Pero no es solo Italia. Es Hungría, Austria, Dinamarca, Suecia, Francia, la misma Alemania. Sea desde dentro o desde fuera de los gobiernos, la derecha eurofóbica y nacionalista ha modificado el eje de poder y cambiado la agenda europea. Lo que se debate hoy no es la solidaridad, sino la soberanía; no es la integración, sino las fronteras; no es la globalización, sino la defensa de las identidades nacionales. Los ecos del "America first" se escuchan por todo el Viejo Continente.
En suma, si alguien creyó que Trump sería un fenómeno folclórico propio del excepcionalismo estadounidense, estaba profundamente equivocado. Su ejemplo se ha expandido por toda Europa, y ahora se ha instalado firmemente en Latinoamérica luego del aplastante triunfo de Bolsonaro en Brasil.
Freedland sostiene que la arquitectura global de la posguerra se está derrumbando. No son solamente las guerras comerciales, o el quiebre de Europa y de la alianza atlántica. Es algo más insidioso: la erosión de las normas y tabúes que demarcaron lo que era un comportamiento humano aceptable, establecidos después que el mundo abrió los ojos al Holocausto. Esto fue lo que permitió mantener a raya impulsos como el racismo y la xenofobia, los que nunca desaparecieron, por cierto, pero pudieron ser contenidos por la conciencia del horror al que podían conducir. Pues bien, estos límites se están diluyendo. Es un proceso que no ocurre dramáticamente ni de improviso, sino día a día, pedazo a pedazo, palabra a palabra.
Chile ha resistido la ola, mérito de una transición que supo procesar, a fuego lento, la memoria de nuestros horrores más recientes. Pero la presión será cada vez más fuerte. Por lo mismo, hay que mantener un sistema de alerta temprana que nos permita identificar y desbaratar los signos de contagio, por banales que parezcan.