Esta semana han comparecido dos problemas que, en el tiempo que viene, acompañarán a la sociedad chilena como si fueran una sombra. Y la capacidad de las fuerzas políticas para estar a su altura será la razón de su éxito o la medida de su fracaso.
Uno es el problema que se puso de manifiesto con el debate sobre el aula; el otro, el de las pensiones que comenzará hoy mismo.
El debate sobre el Aula Segura escondía una cuestión más de fondo que la simple disposición a sancionar a alumnos violentos: lo que allí se puso en escena fue la diversa comprensión que los actores políticos en Chile tienen de lo que, siguiendo un clásico de la sociología, Daniel Bell, podrían llamarse las contradicciones culturales del capitalismo.
El capitalismo -la modernización capitalista- se caracteriza, en términos gruesos, por generar diversas pautas de conducta, expectativas de comportamiento que no siempre son consistentes entre sí. La cultura del capitalismo moderno estimula las expectativas y enseña a las personas que su voluntad es definitiva en prácticamente todas las esferas del quehacer humano, desde la moral o los afectos hasta la política. Pero, como es obvio, esas expectativas son totalmente inconsistentes con la producción del orden social. El orden social -desde la familia a la escuela, pasando por las organizaciones en que se desenvuelve la vida- requiere cierta orientación del comportamiento, moderar las expectativas y sancionar las desviaciones más graves de la conducta.
La escuela -y todas las instituciones- están en medio de esa contradicción.
Desgraciadamente la izquierda, o la centroizquierda, arriesga permanentemente el peligro de malentender ese problema.
Esto es lo que explica que su agenda parezca a veces inspirada por el simple deseo de extender los ideales de la ciudadanía a todos los intersticios de la vida social, desde la familia a la escuela.
Pero, como es obvio, ni la familia ni la escuela pueden funcionar sobre la base de los principios que orientan el orden político.
Por eso cuando los parlamentarios de oposición quisieron denominar al proyecto gubernamental "aula democrática" estaban haciendo algo mucho más significativo que simplemente torcer, con habilidad y astucia, la mano del Gobierno: estaban dejando asomar una mala comprensión de los problemas de la sociedad chilena, una comprensión que, de continuar, favorecerá el camino de la derecha. Ella consiste en transformar el ideal democrático en una beatería según la cual todos los problemas sociales se resuelven apelando a sus principios. No se requiere ser sociólogo (aunque la sociología lo subraya unánimemente) para saber que ese es un severo error. ¿Acaso la derecha será la única que tendrá una agenda para resolver los problemas de seguridad y convivencia, en tanto que la izquierda solo será capaz de reiterar, frente a cualquier problema, el ideal democrático expandiéndolo a todas las formas de interacción violentas o no? ¿La izquierda no es capaz de comprender que la modernización tiene sus patologías y que hay que hacerles frente con algo más que la simple invocación del ideal democrático?
Pero no es solo la demanda de seguridad la que puso a prueba la capacidad de comprensión de las fuerzas políticas.
Esta semana brotará otro problema en la agenda: la cuestión previsional.
Más allá de sus detalles técnicos, la cuestión de las pensiones tiene un muy amplio significado cultural. Se trata de la capacidad de la política para achicar la sombra del futuro que, en una sociedad como la chilena, se acrecienta y se vuelve cada vez más incógnita. Ello es fruto, claro está, de los mismos o parecidos factores que explican el bienestar: individualización, competencia, alto consumo. Lo que hace hoy incierto el futuro es lo mismo que hace posible el bienestar del presente.
Y de nuevo aquí aparece otra de las inevitables contradicciones culturales del capitalismo.
Porque, al revés de lo que ocurría en el capitalismo originario (ese cuyas afinidades electivas describió Weber), hoy no es el ascetismo aquello que la cultura estimula, sino el consumo. Como lo advirtió brillantemente Tocqueville, la clase media, hoy casi el 60% de los chilenos y chilenas, está abrazada por una pasión, la pasión por el consumo. Y en esas condiciones es inevitable que con pareja intensidad se busque la gratificación inmediata que da el consumo y que, a la vez, se reclame protección por el futuro, para esos días en que las flechas del destino (la vejez, la enfermedad) acierten.
Y aquí sí que se requiere de una política contracultural (de esas que tanto apeteció el gobierno de la presidenta Bachelet): una cierta contención de la gratificación inmediata para enseñar la preocupación individual por el futuro y, a la vez, el abandono de la idea que cada uno debe rascarse con sus propias uñas e internalizar solo y sin ayuda la inevitable herida del tiempo. Aunque suene sorprendente, se trata de dos principios que hoy van a contrapelo de la espontaneidad de la cultura.
Se trata de un problema que, al igual que el del aula, pone a prueba la capacidad de la izquierda y la centroizquierda para tejer ideas adecuadas a los desafíos que experimenta la sociedad chilena.
Y es que así como el tema de la seguridad en el aula requería mucho más que la simple invocación del ideal democrático, el tema previsional demanda mucho, muchísimo más, que el simple anhelo de solidaridad.