Ya no sueño con ser bombero ni futbolista. Cuando sea grande, yo quiero ser fiscal. No uno cualquiera, como esa mayoría de fiscales, que -con o sin cámaras- hacen su pega, a veces ingrata, con pleno apego a la ley. Me refiero a las superfiscales, como Arias, Guzmán o, antes de ellos, Gajardo. Así saldré en la tele, seré admirado por los niños, y los mayores me mirarán con temor y respeto. Tendré, además, un jefe nacional que es competente y ponderado, unas virtudes que la izquierda radical mira con desconfianza, lo que me confirma su valía. Como quiero ser fiscal, nadie podrá invocar mi edad para discriminarme, porque yo me "siento" joven, y eso es lo que importa.
Tengo, sin embargo, un problema que se agudizó con un comentado discurso de Jorge Abbott, el miércoles pasado. Aunque comparto casi por completo los fragmentos publicados (aún no aparece el texto completo), me temo que despertó en mí algunas dudas de conciencia que amenazan mi incipiente vocación de fiscal.
La primera se vincula con las constantes filtraciones que tienen lugar en las causas penales y que proceden, obviamente, de los abogados querellantes y los fiscales. Esta alianza entre ciertos fiscales y la prensa ayuda a combatir el delito en una sociedad mediática como la nuestra. Pero va contra la ley, no permite el juego limpio, y se presta a peligrosos favores de todo tipo. Nadie los investigará, dado que ni la fiscalía ni la prensa tienen interés en perseguir esa forma de corrupción, pero me huele mal.
Mi segundo problema se relaciona con mi timidez. Si creemos a la imagen que se transmite en los medios, un buen fiscal debe ser un showman y eso me pone muy colorado. No tengo claro, por ejemplo, que todos los allanamientos practicados en los obispados deban haberse llevado a cabo necesariamente en esa forma espectacular, que pone en peligro la privacidad de personas inocentes cuyas intimidades aparecen en la documentación incautada. Ciertamente, algunos obispos debieron haber prestado una colaboración más decidida, pero los fiscales podrían haber tenido mayor cuidado.
Por otra parte, a diferencia de algunos fiscales estrella, no se me olvida que la ley es majadera al pedirles objetividad (hoy diríamos "imparcialidad"); no podía ser de otra manera. Es tanto el poder que les entrega, que les exige investigar con igual celo tanto las circunstancias que perjudican como las que favorezcan al imputado.
Mi tercera dificultad es más seria. El fiscal nacional parece sostener que en las causas de abusos eclesiásticos se llevará a cabo la investigación, aunque el delito esté prescrito. Esto me causa alegría, porque a los católicos nos interesa hacer una limpieza profunda, y él la hará bien. Pero, al mismo tiempo, a mi tacaña faceta de ciudadano le preocupa que los escasos fondos públicos se destinen a una labor que no sirve para llevar a los delincuentes a la cárcel. Si fuésemos justos, deberíamos financiarla los propios católicos: es lo mínimo que podríamos hacer para compensar a las víctimas. Y aún en el caso de que a la fiscalía le sobrara la plata, me complica que ciertos fiscales dediquen su escaso tiempo a una labor que es más propia de historiadores y periodistas; es como investigar un delito cuyo autor ya está muerto.
El asunto no es trivial, porque no siempre veo a la fiscalía persiguiendo el narcotráfico en Colina, Las Condes o La Pintana con el mismo entusiasmo y publicidad con que se allanan curias episcopales. Es cierto que los domicilios de esos maleantes no tienen un letrero indicando la finalidad de esa morada, pero cualquier hijo de vecino podría darles la información que requieren. Ciertamente, es más cómoda y beneficiosa para los católicos que los fiscales hagan esas pesquisas a eclesiásticos, pues nos resuelven un serio problema, pero también es importante asegurar que los narcos y otros delincuentes no nos arruinen el país.
Como no soy ningún valiente, pienso que yo haría lo mismo que nuestros superfiscales. Las causas eclesiásticas poseen glamour , aparecen en los medios y suscitan nuestro agradecimiento. En cambio, los narcos tienen malas pulgas, en cualquier momento sacan una pistola y le meten a uno un par de balazos.
Llegará un momento, sin embargo, en que se terminen las causas de abusos. Entonces, los superfiscales se verán enfrentados a la peligrosa realidad de tener que perseguir a otro tipo de delincuentes. Este escenario me asusta y destruye mi sueño de ingresar a la fiscalía.
O quizá no, porque precisamente en ese momento podría renunciar y meterme a una muy buena oficina de abogados, sin correr ningún peligro para mi integridad física o moral. Como el legislador no contempló un prudente período de veda para los fiscales, ellos pasan al ejercicio profesional en cuanto lo deseen. Además, con unos ingresos que pueden triplicar a los que se tenían en el mundo público, estoy seguro de que yo podría comprar todos los libros de filosofía que quisiera, lo que resulta muy tentador. Ya lo decidí, seré fiscal: pero no cualquiera, sino uno de los superfiscales.