En el museo Mauritshuis de La Haya, a pocos metros de la Corte Internacional de Justicia, se encuentra "El jilguero", un cuadro pequeño y delicado, hecho por el trágico pintor Carel Fabritius, que pereció en 1654 a consecuencias de la explosión de un depósito de pólvora. En este accidente se perdió también gran parte de sus trabajos, pero por esta pintura podemos hacernos una idea del talento de este hombre, maestro de Vermeer. La obra representa a un pájaro diminuto, que está amarrado por una cadena a una percha.
La sola vista del ave produce la compasión del espectador. Lo lleva a preguntarse: "¿Quién es el malvado que ha enclaustrado en un rincón de una casa a un ave que está llamada a volar libremente?". Nos guste o no, nuestra impresión ante el jilguero cautivo es muy semejante a las reacciones que suscita el caso de la mediterraneidad boliviana en buena parte de la comunidad internacional, tenga ese sentimiento alguna justificación histórica o carezca de un sustento racional. Y los jueces son parte de esa comunidad.
Es cierto que, a diferencia del resto, ellos han tenido la oportunidad de estudiar con detalle los antecedentes del caso. Han oído todas y cada una de las razones esgrimidas por nuestros abogados, pero son seres humanos con pasiones y prejuicios. Por esta razón, nos inquieta el fallo que, guardado bajo llave, espera en el cajón de un escritorio del Palacio de la Paz el momento en que será comunicado a los países litigantes.
Especular acerca del resultado carece de sentido. Tampoco es el momento de preguntarse si conviene abandonar el Pacto de Bogotá, como si de esa manera pudiéramos borrar las causas profundas de nuestro fracaso total en Laguna del Desierto (que no fue resuelta por La Haya), de la derrota parcial contra Perú, y del solo hecho de que Bolivia haya presentado esta demanda, que ya indica que algo se hizo mal. Ganemos o perdamos, la pregunta ineludible es: ¿estamos haciendo bien las cosas en nuestra política exterior de las últimas décadas?
En estas materias, no debería haber grandes diferencias entre izquierdas y derechas. Y sin embargo no parece que estemos en presencia de una genuina política de Estado, a menos que se haya definido en una suerte de pacto tácito que con Bolivia solo nos vamos a entender a través de La Haya, para felicidad de los abogados internacionales que defienden a uno y otro país. No me parece que una política semejante pueda ser presentable ante los chilenos que todavía viven en campamentos, o los niños bolivianos que son víctimas de la desnutrición.
La política exterior de un país es una materia delicada. Exige una especial discreción, pero eso no es lo mismo que el secreteo. Puede que, en casos excepcionales, los ciudadanos no necesitemos conocer algunos detalles de la misma, pero para eso hemos elegido representantes, que podrán deliberar a nombre nuestro para determinar sus líneas maestras.
La falta de esta transparencia o los procesos deliberativos parciales dañan al país. Cabría preguntarse si en la reciente demanda contra Bolivia ante la Corte por las aguas del río Silala se tomaron todas las precauciones para asegurar que el paso que se estaba dando fuera el fruto de una política de Estado estable y coherente.
Cabe que hoy estemos ante un problema serio. Se pensó que el caso iba a ser fácil, porque se trata claramente de un río internacional, y la Corte no tendría dudas para declararlo. Sin embargo, quizá no se reparó lo suficiente en que ese tribunal haría algunas preguntas incómodas. Concretamente, se va a plantear si el uso de las aguas hecho por Chile resulta equitativo y razonable. Aquí no basta con decir que ha sido magnífico para Codelco y para nuestro principal grupo minero privado. La Corte podría seguramente preguntar por los atacameños, por el destino de los derechos ancestrales de agua de esas comunidades de compatriotas nuestros, que -hasta antes del entubamiento del río Silala- habitaron sus riberas. Me temo que los abogados de Chile no han considerado este conjunto de variables que podrían tornar muy complejo el caso, abriéndose flancos inesperados y quizá no considerados por nuestra Cancillería.
Para colmo, cuando el Presidente Morales ofreció negociar hace unos meses, los chilenos -que nos consideramos tan inteligentes- lo interpretamos como un signo de debilidad. Porque somos tan europeos que jamás nos hemos preguntado por el valor de la negociación y la reciprocidad en la cultura de los pueblos altiplánicos.
No depende de nosotros lo que determine la Corte, ni hoy ni mañana. Pero sí está a nuestro alcance el preguntarnos: "de ahora en adelante, ¿cómo nos vamos a relacionar con Bolivia?" Y eso supone reconocer un hecho elemental: ellos nos conocen mejor a nosotros de lo que nosotros a ellos. Mientras no hagamos un esfuerzo serio para mirar más allá de nuestras narices, seguiremos siendo vistos como el hombre malo que tiene amarrado al jilguero.