El próximo viernes se cumple otro aniversario del triunfo del No. Y como suele ocurrir con los acontecimientos que la pátina del tiempo borronea poco a poco, lo que ocurrió ese día, o más bien lo que allí culminó, arriesga desfigurarse.
Un buen ejemplo -elocuente por lo involuntario- lo proporcionó el día viernes Hernán Larraín, ministro de Justicia, en una entrevista radial con Iván Valenzuela.
Larraín dijo que había votado Sí; pero, agregó, no lo hizo propiamente por delectación con la dictadura o apego al dictador, sino porque temía el desgobierno, el desorden. Lo suyo habría sido, pues, un voto racional, una deliberación en torno a la gobernabilidad, no una adhesión al quehacer del régimen, sino el resultado de un cálculo estrictamente racional a favor del orden político.
Por supuesto no corresponde dudar de la sinceridad de esas declaraciones (quien haya leído La novela familiar del neurótico, de Freud, sabe que las distorsiones de la memoria suelen ser sinceras, pero aun sinceras son falsas).
Porque lo que aquel 5 de octubre estaba en juego (y estaba en juego en la subjetividad de los actores, no solo a nivel de los hechos objetivos) no era la gobernabilidad, sino el juicio acerca de una dictadura que había durado década y media, tapizada de violaciones a los derechos humanos, y se trataba entonces de decidir si acaso el dictador debía o no continuar por otros ocho años. El plebiscito del 5 de octubre no fue, entonces, la decisión acerca de un nuevo régimen político, una mirada acerca del futuro, sino que un juicio político acerca del pasado. Quienes votaron que Sí, incluido el actual ministro de Justicia, miraron hacia atrás -vieron las torturas, las desapariciones, los abusos sangrientos y no las consideraron demasiado graves como para decir que No-. Por el contrario, con fervor de cruzados apoyaron para que siguiera a cargo de la nave del Estado el mismo sujeto que las había cometido.
Pero todo eso hoy tiende a camuflarse en las nubes de los días y del tiempo, transformando la decisión de entonces votar Sí en un acto de mera racionalidad, un simple cálculo de futuro, una decisión acerca del régimen político, un acto, en suma, carente de todo contenido moral y político.
Así, hoy día parece estar ocurriendo algo peor que el olvido: el acontecimiento de ese día, o los acontecimientos que ese día culminaron o comenzaron a culminar, se está desproveyendo del significado que entonces tuvo, del sentido dramático que lo envolvió. Porque ahora resulta que haber apoyado el Sí carece de todo componente o responsabilidad moral (la responsabilidad moral de haber apoyado a sabiendas a un dictador que violó gravemente los derechos humanos) y haber votado que Sí, haber abogado porque siguiera el dictador, como si la suma de desapariciones y torturas careciera de importancia, se presenta simplemente como un acto racional acerca de la mejor forma de gobernabilidad.
¿No será forzar demasiado la memoria, estirar demasiado el olvido?
Lo que está ocurriendo hoy en el espacio público es lo que pudiera llamarse la despolitización del No, consistente en desproveer a ese día de sus dimensiones agonales, conflictivas, de la responsabilidad que en ese momento cada uno o cada una tomó sobre sí, para transformarlo en un acto de racionalidad desprovisto de cualquier connotación moral.
La prueba acerca de ese esfuerzo de despolitización del 5 de octubre se vivirá este miércoles, cuando el Presidente Piñera lo conmemore. Es probable que entonces, olvidando a los cómplices pasivos, presente ese día como el inicio del reencuentro democrático, el inicio de la política de los acuerdos y el día en que Chile renunció a la violencia, etcétera. Un discurso de esa índole será la culminación de este esfuerzo despolitizador que está indudablemente en marcha, en parte, como una forma de eludir una memoria vergonzante y en parte, como un esfuerzo por evitar las divisiones en el bloque gubernamental.
Pero -se dirá- ¿acaso no es mejor limar poco a poco el componente agonal de ese día y evitar echar sal en las heridas del recuerdo?
No, no lo es.
Porque como cada uno, también el ministro Hernán Larraín es un testigo insobornable de sí mismo, nada se saca con presentar el día 5 de octubre como un día en que cualquier decisión resultaba legítima, y como si quienes votaron Sí no hubieran decidido, como lo hicieron al marcar la papeleta, condonar crímenes que su memoria hoy día, avergonzada de sí misma, se esmera por mantener en las brumas del olvido, y ello no porque los dirigentes del Sí hubieran cometido esos crímenes, sino por algo peor: porque al promover el Sí decidieron cohonestarlo. Y como cada uno sabe quién es quién, hacer como si no se supiera transforma al presente en un baile de máscaras, de gente sin pasado y sin memoria o, lo que es casi peor, de gente que puede editar la memoria al compás de la conveniencia de los días.
¿Acaso no se puede cambiar? -se dirá-. Sí, por supuesto. Pero lo que no se puede hacer es falsificarse a sí mismo.
Los chilenos y chilenas tuvieron, ese 5 de octubre, la experiencia, pero han perdido su sentido. Es hora de recuperar el sentido de ese día para así restaurar totalmente la experiencia.