Esta es una película libanesa: es el primer dato importante, porque la sitúa en uno de los lugares de lucha más enredosos del Medio Oriente en el último medio siglo. Comienza con un incidente vecinal: un libanés cristiano, Toni (Adel Karam), rechaza con violencia los arreglos que realiza en el exterior de su casa un capataz palestino, Yasser (Kamel El Basha). El capataz se enoja y lo trata de "maldito estúpido". El jefe de las obras, Talal (Talal Jurdi) trata de arreglar el asunto, pero Toni exige disculpas. Yasser se niega a darlas.
La esposa de Toni, Shirine (Rita Hayek), reprocha a su marido. Lo mismo hace la esposa de Yasser, Manal (Christine Choueiri). Pero el asunto escala, los insultos crecen, pasan a la agresión y todo llega a un tribunal que exculpa a Yasser. La segunda mitad del relato es el salto a un tribunal superior, con abogados de nota.
El fondo del caso es que el libanés Toni es un furioso militante antipalestino, que quisiera ver a los refugiados expulsados de su tierra. Y Yasser es un antiguo miliciano palestino, reconvertido en un ingeniero civil. Toni vivió la masacre de la OLP en Damouren 1976, cuando era un niño. Yasser sufrió el Septiembre Negro de 1970, la expulsión militar de los palestinos desde Jordania. Ambos son sobrevivientes. Uno de 46 años, el otro de 61. Israel es para ambas generaciones, el arma arrojadiza.
Ziad Doueiri es un cineasta libanés que trabajó en Hollywood -mucho con Quentin Tarantino- cuyos cuatro largos tratan sobre el laberinto del Medio Oriente, siempre con cierto afán didáctico y unos tics de violencia que vienen sin duda de sus empleadores americanos. Es un cineasta económico, sintético, que se esfuerza por ir al grano. Las cosas suceden rápido en El insulto, las elipsis evitan las explicaciones, los cortes abrevian las discusiones.
Pero Doueiri no filma especialmente bien, y sobre todo carece de la imaginación visual para que el incremento del conflicto -su estado público, político, incluso callejero- tenga una correlación con lo que la pantalla muestra. Mientras más avanza la película hacia su resolución, más evidente es su dificultad para proporcionarle imágenes concordantes. La escalada se vuelve verbal y académica, como en las películas judiciales francesas, o en los dramas de tribunales de la TV.
Esto no anula del todo sus méritos. Sobre todo, el de presentar la errancia palestina como una de las grandes tragedias del Medio Oriente, un pueblo sin tierra, sin hogar, sin que logre constituir nación. El orgulloso y ofendido Yasser representa esa desgracia de un modo equivalente al que el orgulloso y ofendido Toni argumenta la suya.
Guardemos sobre el desenlace una nota pudorosa. Solo cabe decir que es el momento de los quiubos, cuando una película conserva su severidad o se ablanda como un flan.