Por todos lados, la desintegración, la finitud, la descomposición amenazan al ser humano. Existir es resistir. Y hay una resistencia que es la menos reconocida y valorada de todas, pero no por eso la menos milagrosa y asombrosa: es la resistencia íntima. Así la nombra el filósofo español Josep María Esquirol, quien visita Chile la próxima semana.
La resistencia íntima la constituyen nuestros ritos cotidianos; el poner la mesa, servir el vino y el agua, plantar un árbol y los gestos con que nos acercamos a los otros, los abrazos, las miradas, todo aquello con que nos cobijamos y acogemos al mundo, a nuestros prójimos y a nosotros mismos. Son esas rutinas, esos ritos, esos gestos, los que protegen al ser humano de la intemperie y el abismo que puede ser la vida.
De tanto repetir esos actos, pensamos que no son extraordinarios, creemos que eso es lo banal, lo intrascendente. Pero es urgente volver la mirada hacia ellos en tiempos de nihilismo, otra de las amenazas que se ciernen sobre nuestras vidas: un nihilismo que ha reemplazado la vivencia del presente por la fascinación por la actualidad y que ha ido vaciando las cosas, los gestos, lo cotidiano de sentido y de sacralidad.
Jorge Teillier, poeta de la Frontera, ya lo advertía con angustia en 1956, en su poema "Otoño secreto": "Cuando las amadas palabras cotidianas/ pierden su sentido/ y no se puede nombrar ni el pan,/ ni el agua, ni la ventana/ y ha sido falso todo diálogo que no sea/ con nuestra desolada imagen".
¿Y qué habría dicho Teillier si hubiese visto las mesas donde nos sentamos hoy a comer, pero donde no nos vemos las caras, ni nos reconocemos ni conversamos, pantallizados como estamos?
Recuperar el valor y esplendor de los gestos cotidianos es hoy un acto de resistencia íntima del que depende que no nos convirtamos en los "últimos hombres". La filosofía de la proximidad que postula Esquirol tiene que ver con lo que está más a mano: es allí donde el pensar meditativo, que se demora junto a las cosas y los otros, nos ofrece un hogar en este mundo tan ancho y ajeno. El pensar calculante, en cambio, que solo quiere poseer y dominar el mundo, no nos da cobijo.
Pero ¿cómo regresar al hogar si nos hemos alejado tanto, al punto de andar extraviados en nuestro propio jardín? Es en la sencillez donde encontramos la proximidad en todo su esplendor: ni los palacios ni las mansiones son lugares acogedores. La cabaña en el bosque, las casas DFL2 de nuestra infancia, esas son moradas donde nos sentimos protegidos y acogidos. Y la escasez (en la sociedad de la abundancia en que vivimos) nos da la justa medida y proporción de las cosas. Caer en la desmesura es uno de los síntomas de nuestro tiempo, donde la especulación (financiera y teórica) nos aleja de la vida.
¿Y qué tiene que ver la filosofía con todo esto? Esquirol repite una historia contada por Aristóteles, sobre la visita que unos forasteros deciden hacerle a Heráclito, el gran pensador y maestro. Mientras caminan en dirección a su casa, van compartiendo su emoción por este sublime encuentro. Pero para su gran decepción, lo primero que ven, al llegar, es al filósofo calentándose junto a un horno. ¡El griego más enigmático y secreto calentándose junto a un horno, como un viejo campesino cualquiera! Heráclito ve la sorpresa en sus rostros y los invita a pasar, diciéndoles: "También aquí están presentes los dioses".
Santa Teresa de Jesús diría más tarde: "Dios anda en los pucheros". Y el poeta inglés Phillip Larkin afirmaba que él no podía escribir un poema sin antes lavar los platos sucios que veía sobre la mesa.
No se resiste al nihilismo con abstracciones filosóficas, ni con manifiestos grandilocuentes: la resistencia íntima es silenciosa y discreta, pero es la única que nos provee de una verdadera fortaleza en la vida. Un sabio chino anónimo lo dijo mejor que nadie: "En mi jardín cultivo mi huerto y saco agua de mi pozo, ¿qué me importa el poderío del Emperador?".