Me sumé a la actividad política a fines de los 70, en el Grupo de los 24, uno que, por primera vez, reunía a comunistas, socialistas, DC y liberales de derecha para proponer una Constitución alternativa a la de Pinochet. Yo era el secretario. No votaba, pero ayudaba, tan inflamado como asustado, a redactar que el país no merecía la democracia plutocrática y militarmente tutelada que propondría la Constitución del 80; que los jueces serían declarados en interinato, pues habían renunciado a ser un poder del Estado. Las sesiones en que tales acuerdos se adoptaban se abrían en nombre de Dios y de la Patria, aunque lo que allí ocurría solo trascendía en unas hojas reproducidas a mimeógrafo que apenas se leían. Era mi tarea entregarlas a dirigentes estudiantiles y sindicales que las repartían arriesgando el pellejo.
A comienzos de los 80 marché convencido de que, movilizados pacíficamente, botaríamos a Pinochet. ¡Y va a caer!, gritábamos entusiasmados, con un ojo vigilante para arrancar de Carabineros. El que iba a caer logró inyectar violencia a las protestas hasta hacerlas menos masivas y entró en diálogo; estrategia que luego explicó como el juego de piernas con el que el boxeador resiste los embates. Así, no cayó. El 86, la sección armada del PC trató de matarlo, pero falló en el intento. Yo pensé que el camino de las armas nos llevaba a nuevas derrotas, aún más violentas.
Aylwin y Böeninger propusieron participar en el plebiscito convocado por Pinochet para dentro de 3 años y allí oponerse a la prolongación de su mandato. Entonces me pareció una aberración entrar en la trampa del régimen. Sin embargo, no pude decir cuál era la alternativa, pues las movilizaciones pacíficas y el uso de la violencia ya habían fracasado. Entonces, para gran sorpresa, el Tribunal Constitucional resolvió que el plebiscito debía realizarse con Tribunales Electorales. Se abrieron los registros. Más de un 90% de los adultos hicimos filas. Yo la hice con escepticismo, como muchos, supongo. Solo el PC decidió restarse. Entonces había que sumarse a la campaña por unas elecciones libres, aunque no fueran muy informadas.
En la franja televisiva, a la que por fin tendríamos acceso, se jugaría el resultado del plebiscito. Quienes acostumbraban a tomar la temperatura de los mercados lo hicieron con la opinión pública y contaron que los indecisos resolverían el resultado y que ellos tenían mucho temor a que el país volviera a la reyerta. Querían reconciliación, no confrontación. Hubo que guardarse las consignas de siempre. La atractiva promesa fue la alegría, un país en paz donde nunca más se violaran los derechos humanos. La franja logró interpretar a los indecisos sin traicionar a los convencidos.
El 5 de octubre estuve a cargo de un local de votación. Llegué a las 6 de la mañana y vi, emocionado, cómo miles de mujeres se agolpaban para decidir el futuro que, por fin, sería nuestro. Salí ya oscuro, custodiado por militares -por primera vez no les temía-, a dejar los resultados de mi local. ¡Habíamos ganado, habíamos derrotado a Pinochet con un lápiz!
Pero el general derrotado no quería reconocer la voluntad del pueblo. La misma noche del 5 se nos hizo patente el riesgo: que Pinochet quebrara su propia institucionalidad. Esa noche nos transformamos en férreos defensores de la Constitución del 80. Sabíamos que no les quedaría otra que respetar su Constitución y obedecer al Presidente civil y demócrata que Chile pronto elegiría. Los días de Pinochet en el poder estaban contados. Ganó Aylwin y dijo que la Patria era de civiles y militares. Lo pifiaron y terminamos aplaudiéndolo. Nos hizo ver que ese era el mandato que había recibido del pueblo.
Así fue como, en la noche del 5 de octubre, nos transformamos de enemigos a defensores críticos de la Constitución del 80. Pudimos masticar lo dulce, pero había que asumir también lo amargo. El camino de la reforma sería largo y empinado.
¿Pudimos decidir distinto? Por cierto. Nadie sabrá nunca cuál habría sido el resultado.