La primera vez que llegué allí fue en enero de 1952. Tenía pocos meses de edad. Mis padres, después de ensayar en distintos lugares de la costa central, habían elegido la zona de Ventanas como el lugar donde instalar sus carpas cada verano junto a otras familias de funcionarios de la Universidad Católica. Esa vez, con un niño recién nacido, habían armado una pieza prefabricada. A los pocos años compraron un pequeño sitio en La Greda, ubicada a unos dos kilómetros de la costa en dirección a Puchuncaví, donde levantaron un conjunto de habitaciones en torno a un pozo.
Todos los veranos, hasta fines de los sesenta, los viví ahí. Bajábamos desde Nogales por la cuesta de Los Maquis, pasando por Pucalán y Campiche, poblado famoso por sus bailes chinos. Rara vez íbamos a Quintero, y menos a Viña, que nos parecían muy distantes física y socialmente. A veces íbamos a Horcón, pasando por La Chocota, o caminábamos a El Tebo, una playa preciosa pero de difícil acceso. También íbamos a pie a Los Maitenes, adonde no había camino, bordeando las salinas. Pero lo nuestro estaba ahí, en La Greda, un pequeño caserío cuyo único punto de encuentro era la cancha de fútbol, donde jugábamos todas las tardes hasta que oscurecía.
El campo era seco, pero se daban arvejas, lentejas, algo de trigo. Las familias de nuestros amigos vivían de esto, de la agricultura, y con ellos compartíamos su rutina. Reunir leña para el horno donde se hacía el pan cada amanecer, y luego limpiarlo con ramas de chilcas. Bañarnos en las tardes en la playa de Ventanas. Al final de la tarde recoger los animales, y algunas noches salir a poner trampas a los conejos. A veces íbamos al anochecer a extraer machas hasta que nos hartábamos en las cercanías de "La Petrolera", como llamábamos a los estanques de Enap, en las proximidades de Loncura.
Nos cuidábamos rigurosamente de mantener distancia con los veraneantes, fueran los que tenían casa en Ventanas o los que acampaban por ahí. Ellos hacían vida de veraneantes; lo nuestro era distinto: éramos locales.
Recuerdo cuando, a fines de los años cincuenta, se comenzó a construir "La Enami", a un par de kilómetros al sur de Ventanas, en medio de dunas que se figuraban inexpugnables. En paralelo se inició el mejoramiento de los caminos con ayuda del Cuerpo Militar del Trabajo, y se levantó "La Chilectra", como se conoció a la primera termoeléctrica a carbón del lugar. Esto fue recibido por la gente con algarabía; lo mismo por las autoridades, al punto que Puchuncaví incorporó una chimenea al emblema municipal. Era una zona pobre, con una agricultura muy precaria, y estos proyectos fueron una importante fuente de trabajo. Esto, de hecho, cambió nuestra rutina: ahora todos los días acompañábamos a nuestros amigos a llevar la vianda con comida caliente a sus padres, que habían dejado el campo para trabajar de jornaleros en empresas constructoras. Algunos, los menos, lograrían después ser contratados en forma permanente.
No necesito mediciones. Vi cómo morían los suelos, cómo se tapaba el sol con el humo de las chimeneas, cómo se tapaban las quebradas con desechos, cómo el territorio se llenaba de camiones, talleres y aceite, cómo languidecía la pesca, cómo brotaba ese sabor ácido en la boca.
Nosotros huimos a mediados de los setenta. Pero nuestros amigos, los Bernal, los Torres, los Cabrera, los Vega, los Terraza, siguieron ahí, apegados a lo suyo, en su tierra. Y empezaron misteriosamente a enfermarse y a morir. Les tocó pagar el precio más alto por el progreso del que tanto nos vanagloriamos. Porque no hay que equivocarse: lo de los últimos días no es un episodio; es una saturación estructural, acumulada por cincuenta años. Llegó la hora de detenerlo y remediarlo. De pagar nuestra deuda con La Greda.