En un vuelo entre Buenos Aires y Santiago escuché esa música por primera vez. A veces arranca, desde alguna parte muy honda de mí, nidos de una nostalgia dolorosa, capullos de una melancolía atroz, escamas de una pena afiebrada. Me lleva a un territorio que huele a trajes de baño húmedos, me ahoga con un bozal de cosas muertas: mis aros de perla, las colchas coloridas de las camas de mi infancia, un póster de una nena y tres patitos, una mochila rosa que decía LOVE en letras negras. Pero otras, no sé por qué, me hunde en el duro corazón de los años ochenta. Yo daba mis primeros trotes en la adolescencia. En casa de mi amiga Cecilia leía revistas como TV Guía o Antena, que hablaban sobre estrellas de cine y de televisión. Fue allí donde leímos una nota muy pequeña que mencionaba "la peste rosa". Recuerdo el miedo que nos despertó la palabra "peste", hasta entonces solo relacionada con la expresión "peste bubónica". En la memoria el tiempo se aprieta y, aunque las primeras noticias sobre el VIH aparecieron en 1981 y Rock Hudson murió en 1985, en mi recuerdo eso es apenas un salto. El diario argentino Crónica tituló "Confirman que Rock Hudson padece enfermedad que afecta a amorales: Rock Hudson con 'la peste rosa'". Hubo muchas cosas que fueron el telón de fondo de mi primera juventud (el under porteño, David Lynch), y una de ellas fue el VIH. Caían los amigos, caían los artistas -Miguel Abuelo, Jorge Donn, Nureyev-, y todo estaba rodeado de silencio, pánico e hipocresía. Pero aun así, para 1991, cuando murió Freddie Mercury y el basquetbolista Magic Johnson anunció que renunciaba al deporte por ser portador del virus, éramos legión los que teníamos claro que había que cuidarse. Las campañas estatales y privadas irrumpían en medio de los programas de televisión más vistos difundiendo la importancia de no compartir jeringas y de usar preservativo. La radio, los diarios y las revistas nos machacaban con los modos y los mitos de contagio (ni por dar la mano, ni por compartir un vaso, ni por la picadura de un mosquito). Nos volvieron obsesos de las agujas descartables, cuidadosos con las heridas propias y ajenas. Nos daba risa la campaña española que decía "Póntelo, pónselo", pero la acatábamos. Todas esas precauciones no eran oscuras sino luminosas: la forma de protegernos y de proteger a la manada. Los resultados fueron asombrosos. Los niveles de contagio bajaron -sobre todo entre la comunidad homosexual- y año tras año hubo mejores noticias. El miedo que nos producían -a los que no estábamos contagiados y a los que sí lo estaban- el sarcoma de Kaposi, la toxoplasmosis, el citomegalovirus, dieron paso al alivio y la esperanza con la llegada de los antirretrovirales. En 2010, ONUSIDA festejó: "Las infecciones de VIH se han reducido casi un 20% en los últimos diez años".
Inmediatamente después, el fracaso. Junto a los avances en la eficacia de la medicación llegó un desfallecimiento del cuidado. El VIH se transformó en una enfermedad crónica, dejó de percibirse como peligrosa, y para comienzos de siglo hacía rato que habían desaparecido las campañas. ¿Quién podría decir hoy qué es el paciente de Berlín, en qué consiste la estrategia 90-90-90 o cuánto demora el resultado de un análisis con la claridad con que nosotros sabíamos qué cosa era un período ventana en los 80 y los 90? ¿Qué persona de quince años puede recitar todas las formas de contagio? Según datos recientes de ONUSIDA, las nuevas infecciones aumentan a ritmo sostenido en cincuenta países. En Europa oriental y Asia central, la cifra de nuevas infecciones por año se duplicó. En Oriente Medio y África septentrional, aumentaron un 25% en las últimas dos décadas. En 2017, la ONU colocó a Chile como el país latinoamericano donde más creció el número de contagios entre 2010 y 2015: un 34 por ciento. Fue optimista. Este año, un informe del Centro VIH del Hospital Clínico de la Universidad de Chile aseguró que en 2017 hubo 5.816 nuevos casos de VIH: un 96% más que en 2010. Argentina compite de cerca. De hecho, según el Boletín Integrado de Vigilancia Epidemiológica, es el país de la región con mayor cantidad de nuevos diagnósticos por año. En 1994 había 2.172 nuevos contagios anuales. En 2005, 2.850. En 2017, 6.320: 17 por día. El VIH es una enfermedad crónica, pero ¿alguien está ahí para explicarnos los efectos colaterales de los medicamentos, el vértigo que produce el cambio de antirretrovirales cuando el virus se vuelve resistente, la diferencia entre ser seropositivo y tener una gripe?
Roberto Jáuregui era periodista y actor, y en los años ochenta fue el primer argentino en decir públicamente que tenía VIH. Se dedicó el resto de su vida a informar sobre el virus: atendía el teléfono de consultas de la Fundación Huésped, dedicada a las personas seropositivas; aparecía en la tele hablando de conceptos como la muerte civil de los diagnosticados; repetía un mantra: "El sida es una tragedia evitable, yo no supe cómo hacerlo, pero ustedes están a tiempo". En la web hay una entrevista televisiva que le hicieron por entonces. Su rostro descarnado muestra los signos de alguna enfermedad parasitaria. Dice que no tiene miedo a morir, sino a dejar solo al hombre que es su pareja desde hace ocho años. Habla de los medicamentos. De las diarreas, los vómitos, los dolores. De los horribles días: "Es un monstruo -dice-. Es una enfermedad fascista que arrasa con todo". Murió en 1994. Ahora, a la luz de las cifras, pienso que el gesto con que transformó su agonía en una ofrenda generosa no sirvió de nada.