El clásico, futbolísticamente hablando, fue un enorme retroceso. A Colo Colo le bastó con lo mínimo para ganar con justicia a la U, que ni siquiera remató al arco. Ni una sola vez.
El timorato planteamiento de los azules naufragó en su infinita incapacidad para armarse ofensivamente, y el equipo de Tapia no sufrió (como lo hace en cualquier otro partido de la competencia local) ni con la marca ni con el contragolpe rival. Fue, por lejos, la peor expresión táctica de los azules en mucho tiempo, lo que ya es una tendencia: siempre les pasa en estos duelos.
Pero lo que es una notoria marcha atrás fue el espectáculo. La buena noticia es que hay público que está dispuesto a desafiar el horario, la incomodidad, la pésima coordinación entre Carabineros y los organizadores para los accesos y, sobre todo, la inseguridad. Hubo en este clásico dos actos criminales: bengalas arrojadas sobre la barra rival y sobre el capitán del adversario desde la Garra Blanca. Bengalas poderosas que se usaron como proyectiles. Una no dio en el blanco, la otra no alcanzó la distancia necesaria para concretar su propósito: hacer daño en contra de personas.
El presidente de Blanco y Negro, con su impresionante relativismo moral, dio más importancia a que el rival haya utilizado la cancha para el trabajo previo -pese a la evidente desproporcionalidad e incomodidad que existe en su recinto para ese trámite- que a la flagrante inseguridad de 35 mil personas en su reducto. Sin vías de escape, expuestas a un festival pirotécnico sin control y con un caótico, azaroso y desregulado sistema de venta de entradas, a Gabriel Ruiz-Tagle lo traicionó su afán populista para chutear cualquier atisbo de autocrítica ante la organización de su evento, que no resiste ningún parámetro de control.
La fortuna, sin embargo, está de su lado. Al margen del cacareo de las autoridades in situ , la ANFP no aplica, históricamente, sanciones a este tipo de casos. Y los reclamos de Carlos Heller obviamente no pueden tomarse en cuenta, porque sabido es que la U ni siquiera ha podido determinar las causas y responsables que propiciaron una disputa a balazos de su hinchada en las puertas de su propia casa. Honestamente, ¿con qué moral se puede hacer una crítica?
El arbitraje pusilánime de Bascuñán, que tuvo su máxima expresión cuando Johnny Herrera, con severos manotazos, le dijo que siguiera jugando mientras los petardos reventaban sobre su cabeza; contribuyó a la sensación permanente que existe sobre el tema en el país: que no hay nadie serio a cargo del asunto. Y que el entusiasmo por las cifras de público que hay en Quilín choca inevitablemente con una realidad indesmentible: el fútbol, en Chile, juega con reglas extrañas, donde los responsables de un espectáculo serio, organizado, seguro y profesional brillan por su ausencia.