Esta semana el tema de la desigualdad inundó la esfera pública. Desde la reforma tributaria a la encuesta Casen giraron en torno a un único asunto: la igualdad, ese ideal que dibuja un horizonte inspirador, pero lejano.
Pero ¿por qué la igualdad parece tan apetecible?
Responder esa pregunta ayuda a una evaluación más reflexiva de esos datos. Una evaluación que eluda la emotividad que ensalza a quien la siente (la compasión, observa Nietzsche, solo ensalza al compasivo); pero que ayuda harto poco a examinar con racionalidad el problema.
La igualdad y la autonomía
La igualdad es muy importante porque esconde algo más poderoso que ella misma. En ella se agazapa un ideal totalmente moderno que ha inundado la cultura de la democracia y el capitalismo: el ideal del control sobre la propia vida.
Lo que molesta de la desigualdad es que, cuando ella es grave, hay un puñado de personas que, por debajo de cierto límite, carece de la posibilidad de controlar aspectos relevantes de su propia vida. Lo que irrita de la desigualdad es que ella equivale a que ciertos seres humanos no tienen la posibilidad de ser plenamente autónomos. Un autor -Ronald Dworkin- observa por eso que el ideal de la igualdad, al que denomina la "virtud soberana", es el anhelo de que la trayectoria vital de cada ser humano sea el fruto de decisiones que él mismo adopte y no el fruto de decisiones del todo ajenas a su voluntad. Para distinguir ambas situaciones, él sugiere separar entre la suerte opcional (donde la trayectoria de la persona se debe de manera relevante a lo que ella misma eligió) y la suerte bruta (donde la trayectoria se debe a circunstancias ajenas al desempeño o la propia decisión). Una sociedad justa, si se le cree a Dworkin, sería una sociedad en la que la distribución de los recursos fuera sensible a las decisiones de las personas y neutra al azar natural. Si Pedro es pobre porque decidió usar todo su tiempo en dormir siestas y hacer crucigramas, y Diego es rico porque dedicó su tiempo a trabajar y ahorrar, entonces no parece haber nada malo en esa desigualdad. Pero si Pedro eligió esforzarse y Diego ser un flojo heredero, y a pesar de eso a Diego le va mejor, entonces parece obvio que algo anda mal.
Y es que la igualdad es un ideal que se arraiga en una cierta concepción de lo que es una buena vida: una vida que se ajuste a las propias decisiones. No una vida impuesta, sino una vida elegida.
El desafío de la igualdad no es entonces que todos tengan lo mismo, sino que cada uno tenga en la mayor medida posible lo que eligió.
El caso de Chile
Los datos disponibles -la reciente encuesta Casen, los datos anteriores del PNUD- muestran que en Chile la pobreza medida por la capacidad de generar ingresos autónomos ha disminuido; pero que la pobreza multidimensional -el acceso a bienes que, por decirlo así, configuran el entorno de la propia vida- no.
La pobreza medida por ingresos, muestra la última Casen, ha disminuido de 29,1 el año 2006, a 8,6 el año 2017. La pobreza multidimensional, en tanto, el acceso a bienes contextuales como redes, cohesión, salud, entorno, etcétera, se ha mantenido casi incólume entre el año 2015 (20.9) y el año 2017 (20.7).
¿Son buenas o malas noticias?
Desde luego que son buenas. Si las sociedades anhelan la igualdad porque aspiran a la suerte opcional, esto es, a que la vida humana sea cada vez más sensible a las propias decisiones, entonces no cabe duda que el hecho de que la pobreza medida por ingresos disminuya, indica que cada vez más personas experimentan poco a poco la posibilidad de tomar la vida en sus manos y que, desde este punto de vista, la sociedad es más igual. La expansión entre las personas de su capacidad de dibujar su acontecer siquiera en una forma mínima -pero en cualquier caso, en una forma que hasta ayer les era negada- es una muy buena noticia por el impacto cultural que podría poseer. Comenzar a experimentar la posibilidad de que la vida depende del propio esfuerzo es una experiencia que contribuye a la propia dignidad y a hacer de la autonomía, poco a poco, porque en esto tampoco hay que hacerse ilusiones, un ideal perdurable, uno de esos valores con los que podría comenzar a medirse la vida y la política.
Es probable que lo que la encuesta Casen esté confirmando sea algo que ya se sabía, pero que la sombra de las convicciones a veces impide apreciar.
El hecho de que hace una década o poco más, casi treinta de cien personas experimentaran la pobreza de ingresos y que hoy esa experiencia alcance a ocho o nueve de cien, es un fenómeno que juzgado desde la igualdad concebida como escatología es muy pobre; pero juzgado desde la realidad que las personas han abandonado, es un salto notable que está cambiando poco a poco la fisonomía social de Chile.
Las nuevas trayectorias
Hay dos maneras básicas de juzgar este tipo de datos. Una de ellas consiste en examinarlos desde el punto de vista de un ideal de justicia distributiva; la otra consiste en preguntarse qué tipo de experiencia posibilitan, qué sujeto social es el que esos cambios van, poco a poco, configurando.
Esas dos formas son importantes para la política; pero la segunda es la decisiva.
Hay quienes piensan al revés. Creen que lo que les parece injusto nunca da lugar a una buena experiencia.
Se equivocan. Y el caso de la disminución de la pobreza es quizá el mejor ejemplo.
Allí donde la pobreza de ingreso disminuye, allí donde cada vez más personas principian a ganarse la vida (ganarse la vida es una buena forma de resumir el ideal de la vida conforme a las propias decisiones), la injusticia puede persistir, pero la vida, no cabe ninguna duda, es cada vez, para más personas, una mejor vida. Y lo peor que puede hacer la política (Michelle Bachelet ya cometió ese error) es negar el reconocimiento y el valor que poseen esas nuevas trayectorias por la vía solo de subrayar que siguen padeciendo injusticia. Hay que seguir bregando contra la distribución injusta -no hay duda-, pero sin negar el reconocimiento a esas nuevas trayectorias que la persistente disminución de la pobreza de ingresos que Chile experimenta está haciendo posibles.
La nueva cuestión social
Vale la pena insistir en lo grueso de este fenómeno.
A inicios del siglo XX el desafío consistió en lo que entonces se llamó la cuestión social: la incorporación de un nuevo sujeto, el proletariado urbano. Ese desafío orientó casi todo el desarrollo político del estado de compromiso hasta su derrumbe, en 1973. Hoy, a inicios del siglo XXI, hay una nueva cuestión social, un nuevo desafío que, si la palabra no sonara excesiva, podría llamarse histórico: la incorporación a la estructura social, a la cultura, de los nuevos grupos medios, esos grupos que desde el año 2006 al año 2017 han salido de la pobreza de ingresos.
El desafío que Chile tiene ahora por delante es incorporar a esos grupos de manera persistente a los bienes que provee una sociedad que se ha modernizado, los bienes de la cultura, el buen entorno, las redes, etcétera. Esa es la tarea de la política social y del Estado.
Esos grupos ya están haciendo lo suyo, están comenzando, aunque poco a poco, a vivir la vida conforme a sus propias decisiones. Y basta eso para que la experiencia social en su conjunto empiece a cambiar.
Tener eso en cuenta es el desafío de la política futura.
Atender a esas nuevas trayectorias, mejorar la distribución de los bienes contextuales, disminuyendo así la pobreza multidimensional, pero sin que los criterios de justicia ensombrezcan la nueva experiencia de vivir conforme al propio esfuerzo.
Esa experiencia que la disminución de la pobreza de ingresos está haciendo, desde hace más de una década, posible.