En el episodio "Rojas", tanto Evópoli, en la persona de su presidente Hernán Larraín, como Gabriel Boric se atrevieron a cruzar las fronteras de su propia manada, y, como no era de extrañar, recibieron de ellas una andanada de críticas. Los primeros manifestaron su condena irrestricta a las violaciones a los derechos humanos en Chile, cualquiera hubiese sido su contexto y validaron la existencia de un Museo de la Memoria que recordara lo sucedido y a las víctimas, sin pretensiones de explicar la historia. Le cayeron encima sus socios, recordándole los deberes de lealtad hacia la coalición gobernante a la que pertenecen.
Otro tanto hizo Gabriel Boric. Se atrevió a hacer pública su convicción de que "tal como condenamos la violación de los DD.HH. en Chile durante la dictadura [...] debemos desde la izquierda, con la misma fuerza, condenar la permanente restricción de libertades en Cuba, la represión del gobierno de Ortega en Nicaragua, la dictadura en China y el debilitamiento de las condiciones básicas de la democracia en Venezuela". Bastaron esas palabras para que le cayera encima el presidente del PC, quien sin hacerse cargo de reflexiones o de argumentos, prefirió entrar en las descalificaciones personales, que tan poco se avienen con el respeto a la dignidad humana: Partió poniendo en duda de que Boric fuera de izquierda, como si a él le perteneciera la marca y recurrió luego al manido argumento de que las reflexiones de este le daban "agüita a la derecha".
La historia por alcanzar verdad, reparación, justicia y garantía de no repetición de los crímenes de lesa humanidad cometidos por la dictadura ha sido, entre nosotros, una historia de oleadas intensas, cortas, sucesivas e inesperadas: el Informe Rettig, la primera condena a Contreras, la detención de Pinochet en Londres, la Mesa de Diálogo y los nuevos embustes en ella, la muerte de Pinochet y otros han vuelto a despertar la memoria colectiva, a reavivar la condena social a las violaciones, a alentar los esfuerzos por alcanzar más justicia. Cada uno de esos momentos, tan intensos como breves, han permitido nuevas y positivas vueltas de tuerca para alcanzar esos fines. Así, hemos pasado de la nula verdad, justicia o reparación; del discurso negador, el de los excesos, el de las presuntas violaciones, a alcanzar incluso una justicia. Será esta tardía y algo desigual, pero es mayor a la lograda en prácticamente todos los otros países que han padecido historias similares.
La nueva oleada provocada por el " affaire Rojas", cuyos efectos probablemente se prolongarán durante todo septiembre, y más si Piñera insiste en su museo, debiera también dejar efectos positivos. Este ha develado un pendiente: convenir que los derechos humanos son universales, que no tienen contexto y que ningún sueño político -ni el de Pinochet ni el de Castro- aminora en nada la condena que merece el encarcelamiento de una persona sin juicio, el asesinato o la desaparición de opositores políticos. Que, en esta materia, no hay que competir ni comparar, pues toda violación debe ser condenada. También falta el reconocimiento de que hay condiciones políticas que hacen posible que seres humanos se transformen en monstruos, y que sin ellas, lo más probable es que esos seres humanos no delincan.
Ese repudio incondicional a las violaciones a los derechos humanos y ese querer cuidarlos con una adhesión sincera a las formas democráticas y civilizadas de dirimir nuestras legítimas diferencias, ese valorar al adversario político es la vuelta de tuerca que nos puede dejar este nuevo momento privilegiado de repudio a las violaciones pasadas a los derechos humanos. Para ello, lo importante es que los Boric y los Larraín aguanten y que se multipliquen sus gestos; que no se arredren ante las críticas de los suyos. Deben saber que sus posturas no son otro episodio cualquiera de política ordinaria, pues al atreverse a cruzar las líneas están haciendo una contribución inigualable a una causa civilizatoria. Un paso que parece a los de mi generación les quedó grande.