"Paisajes para no colorear" es una obra sorprendente. Sorprendente desde el momento en que pone en escena a nueve adolescentes, de entre 13 y 16 años, que obviamente no son actrices profesionales, pero que con una entrega visceral y honestos testimonios montan un espectáculo movilizador y necesario.
El reciente movimiento feminista ha puesto sobre el tapete el problema de la violencia, explícita o implícita, contra la mujer, más aun si es joven, en el acto cotidiano de transitar por la calle, o en el espacio de la escuela y la casa. Una violencia que toma forma de estigma, descalificación o abuso. Las estadísticas respaldan esta evidencia, con casos de bebés agredidas hasta la muerte por sus padres, niñas muertas en pésimas condiciones en hogares del Estado, femicidios por parte de novios pasados o presentes.
La obra se inicia con una presentación contundente de estas nueve chicas que hacen un cuadro estadístico de sí mismas: "Ocho de las nueve han recibido el epíteto de putas por andar por la calle", "una de las nueve vio escupir a su padre a su madre", "a una de las nueves no le interesa los hombres", "una de las nueve nunca ha dado un beso". Y así, van presentando sus preferencias valóricas, su gusto por la política, sus valores más de avanzada. Sabemos que el montaje es resultado de una convocatoria a jóvenes adolescentes que hizo Centro Cultural GAM en el que se explicitaba que no se requería experiencia previa. Primero se realizaron talleres en comunas de Santiago para conocer su realidad. Después se hizo una audición a la que llegaron cerca de 140 jóvenes, luego otro taller y finalmente se seleccionaron nueve chicas para actuar y dos para integrar el equipo de dramaturgia colectiva basada en más de 100 testimonios de adolescentes chilenas. Pero también se incorporaron lamentables casos de conocimiento público, como el de Lissette Villa, la niña de once años que murió asfixiada porque una cuidadora de noventa kilos se sentó sobre ella. O bien, el de Tania Águila, que murió a los 14 años cuando su pololo la atacó con una piedra en la cabeza. Y también el de Florencia Aguirre, que tenía diez años cuando su padrastro la asfixió con una bolsa, la quemó y la enterró en la leñera de su casa. Casos que nos dejan sin aire y avergonzados como sociedad. Casos que han despertado el movimiento "Ni una menos" y las luchas por los derechos de las mujeres en Latinoamérica.
En ese sentido, la obra es una feroz crítica a la sociedad adulto-céntrica que impone un manto de superioridad por sobre las generaciones más jóvenes, pero que falla una y otra vez en cuidar a estas niñas en desarrollo. Una crítica que desmantela su mirada ignorante y prejuiciosa, cuando se cita, por ejemplo, la advertencia que hace un organismo estatal sobre este proyecto: "Las niñas a esa edad son histéricas, dramáticas, locas, inestables". Ellas, en la hora veinte de espectáculo, nos enseñan que son trabajadoras, comprometidas, auténticas y valientes. Chicas inteligentes que también, por medio del humor, señalan las estrategias ridículas que pueden adoptar los adultos para educarlas. Por ejemplo, hay escenas jocosas alrededor de un programa de prevención del embarazo adolescente con bebes de plástico computarizados. O se escenifica la necesaria distancia que deben tomar respecto de sus padres maltratadores o invasivos.
La obra la dirige Marco Layera, líder de la compañía La resentida, que se ha destacado en la cartelera con sus irreverentes obras "Tratando de hacer una obra que cambie el mundo" y "La imaginación del futuro". Si bien Layera hace un trabajo individual, sin duda, por sus obras anteriores sintoniza con la rabia y rebeldía de estas jóvenes. Además, es asesorado por dos jóvenes, Anita Fuentes y Francisca Ortiz. Para armar este proyecto se acudió a metodología del teatro documental, conocido acá por el trabajo de Lola Arias en "El año en que nací", entre otros, que se caracteriza por llamar a audición a personas comunes y ensamblar en el texto y la escena recuerdos y archivos personales. Además, hay coreografías, una casa de muñecas y un asistente voluntario del público que sube al escenario.
Esta metodología permite que el testimonio ya no tenga un solo tono, sino diversos registros y perspectivas que trazan un arco de identidades sobre las adolescentes chilenas de hoy. Si bien el procedimiento no es novedoso, y siempre arriesga ser algo efectista, es tal la potencia de su propuesta que al finalizar la obra, cosa que no veía hace tiempo, muchos espectadores aplauden de pie.
Nueve adolescentes chilenas, Ignacia Atenas, Sara Becker, Paula Castro, Daniela López, Angelina Miglietta, Matilde Morgado, Constanza Poloni, Rafaela Ramírez y Arwen Vásquez suben a escena para exponer su forma de enfrentar el mundo y la violencia de la que han sido testigos y víctimas. Habría que decir que algunas de ellas tienen un potencial actoral importante. La obra tiene algo de manifiesto y presiona teclas emocionales. En los medios ellas han dicho: "El tema que nos mueve es la violencia de la que somos víctimas, violencia de género, social, familiar, escolar y puntualmente el aborto y el femicidio adolescente".
Sí, jóvenes vulnerables y sensibles que reconocen que es difícil crecer o transitar a la madurez, pero que hacen una lúcida crítica al lugar invisible y caricaturizado que se les ha adjudicado. Habría que repensar el lugar que les damos en el aula, en la publicidad, en las mesas familiares, en los proyecto de ley. Jóvenes relegadas al silencio por los reiterativos y "sabelotodo" adultos. Esta obra debería ser tarea obligatoria para padres y profesores de enseñanza media. Y sí, por una hora y veinte minutos, el mundo se invierte: una sala llena de adultos se calla y escucha a un grupo de chicas jóvenes que despliega su experiencia y audaz mirada de mundo. Se sale impactado, pero con esperanza de cambio.