No sé, mientras escribo, si la Feria del Libro de Santiago se celebrará en la Estación Mapocho o en algún otro lugar de Santiago. Me gustaría tener el cinismo de pensar que me da lo mismo, pero lo cierto es que esas tardes de casi verano en esa estación abandonada han sido parte esencial de mi memoria emotiva. Presenté, para no ir más lejos, cuatro de mis libros y una infinidad de libros ajenos. Conocí y hui de muchas gentes en esas especies de pistas de hielo del ego que constituyen los pasillos de la estación con la inconfundible voz del locutor señalando lo que hay y no hay en la Sala Pedro Prado o Acario Cotapos, mientras contemplo si en las mesas de los siempre sobrecargados cafés hay algún conocido que desconocer y algún desconocido que conocer.
En la feria de Santiago vi a Donoso dejar lo que le quedaba de aliento firmando libros a horas insólitas. Otra vez vi a Nicanor Parra, con un solo gesto de la punta de los dedos, llamar a unirse a Jorge Edwards a la tromba humana que nos expulsaba hacia la salida iluminada de toples baratos y hoteles ruinosos del barrio del Mercado que, recuerdo, iba a ser el nuevo barrio cultural y de moda de Santiago cuando la estación se convirtió en centro cultural. En ferias de verdad, como las de Guadalajara, Bogotá, Buenos Aires, he conocido tantos o más amigos y colegas, pero el placer de sentirme local solo lo he experimentado en la Filsa.
Ahora la pregunta sigue siendo ¿por qué Santiago tiene que tener una feria? O, ¿por qué tienen que tenerla Viña, Iquique, La Paz u Oaxaca (para mi gusto la mejor de todas)? ¿Por qué en casi todas esas ferias los escritores son conminados a ir a escuelas y liceos a hablar no solo de sus libros sino del valor de la lectura en general? ¿Por qué hay planes de ministerios, gobiernos, empresas, que fomentan la lectura? ¿Qué tiene en el fondo el libro por sobre otras artes que lo convierte en perpetua preocupación cívica, en sinónimo de cultura?
Leer y escribir es una tarea solitaria. Más aún, es el momento en que sentimos con mayor placer la soledad perfecta de estar sin nadie más que la voz de un muerto o de un lejano, solo. Pero lo cierto que para que tú puedas leer y escribir en soledad una serie de otros hombres deben vigilar que no caigan bombas sobre tu casa, o que la luz eléctrica llegue a tu lámpara, o que no llegue una horda de enemigos a sacarte de la cama. En la selva virgen un tipo que interrumpe la caza para acostarse o sentarse en una roca a olvidar el tiempo que pasa y concentrarse en un papel, no puede ser más que suicida. Una tribu enemiga puede con una facilidad asombrosa acabar con el más poderoso de los reyes enemigos si este baja la guardia y en vez de cuidar la retaguardia se olvida de todos y lee. Si se agacha sobre un papel a escribir, no puede más que facilitarle aún más el trabajo al verdugo encargado de decapitarlo.
Al cazador recolector que éramos, y que somos aún, leer y escribir no solo le resulta antinatural sino peligroso. Un hombre que lee es desde el punto de vista evolutivo un misterio, es decir, un salto. Leer significa ante todo proclamar al mundo que ya no estamos en una selva y que ya sabemos cómo protegernos de las tribus extranjeras. Leer es así una victoria sobre la naturaleza que la cultura exhibe como un trofeo. Una señal de que su organización, su fuerza, su unión, permiten que sin peligros te consagres a esa actividad antinatura que es descifrar signos que solo significan algo para los que saben leer en tu lengua y que son para los otros seres humanos un misterio.
Quizás por eso cada ciudad quiere su feria del libro, porque leer un libro y escribirlo es algo que solo conseguimos hacer cuando creamos ciudades donde por turnos vamos vigilando la llegada de los lobos y los bárbaros. El libro es, más que las calles y las plazas, el símbolo de la ciudad, o de la cultura urbana, en el que uno puede, en el tráfago del mundo, detenerse a absorber signos y leyendas que te permiten comprender mejor los letreros, los grafitis, los afiches y los titulares que pueblan la ciudad que es también y ante todo un libro abierto.