Valparaíso, ciudad llena de recovecos, esquinas misteriosas, calles escondidas y quebradas prodigiosas, tiene, sin embargo, una gran carestía que no compensa el hecho de ser un magnífico balcón al mar: le faltan áreas verdes, espacios públicos abiertos donde jugar a la pelota, correr y encontrarse. Eso lo notamos en primer lugar los que tenemos hijos. Ellos buscan desesperadamente cualquier espacio, por precario que sea, para inventar una pichanga, uno de los júbilos de la vida que necesitan de tan poco: un potrero, unos palos, o incluso menos. Todos corren detrás de ese estado "alfa" del placer que ocurre cuando la pelota "hincha la red" (aunque esta sea imaginaria), sensación que muchos han comparado al "estado de conciencia oceánica". Si hubiera más canchas de fútbol en nuestras ciudades, estoy seguro de que habría más felicidad genuina para contrarrestar la felicidad ilusoria y letal de las drogas que está vampirizando a nuestros jóvenes.
En la primera cuadra de la subida Ecuador de la ciudad puerto, entras por un callejón que antes era un basural, un lugar deshabitado y peligroso, un erial desolado, una ratonera, y de pronto abres una puerta que da a una luminosa, bella e inesperada cancha de fútbol, con focos, con arcos de verdad, con partidos programados o improvisados. Es el nuevo estadio Bellavista, que esplende acariciado por el sol de esta mañana, allí donde hasta hace poco antes solo había escombros y ruinas. ¿Cómo ocurre un milagro urbano así? Es la historia que cuentan con orgullo y pasión Niels, un alemán radicado en Valparaíso; Mike, un británico que se quedó acá por amor; Joaquín, y varios de los socios del club de fútbol de barrio "Galácticos", que, con tesón, voluntarismo y convicción, sin apoyo del Estado, han logrado crear este oasis en medio de la devastación.
La subida Ecuador es un hormiguero de intensa vida nocturna y en sus alrededores han ocurrido hechos delictuales, incluso muertes, pero hoy está a punto de regalarle a Valparaíso una "Anábasis", un ascenso, un vuelo. Mientras escribo estas líneas sentado al borde de la cancha, veo a dos equipos de niños de distintas edades bailar, flotar en ella, celebrando la epifanía de este pequeño estadio flamante, nuevo. La epopeya de levantar esta cancha me recuerda a la de los que han creado oasis en los desiertos, vergeles en medio de la nada.
Cuando pienso en los millones que se han perdido en inversiones públicas mal hechas, en muchos fondos regionales que no han servido sino para alimentar clientelismo político en esta región, me emociona constatar que, finalmente, son los propios habitantes los que, contra viento y marea, siembran ahí donde otros arrasaron y corroyeron como las termitas. Ellos son el Desierto Florido. Esta cancha bella a los pies del cerro Bellavista puede ser el inicio de una revolución, una revolución silenciosa de las fuerzas positivas de un país profundo, contra el peso de la noche. Si llenamos Valparaíso de canchas como esta (una por cerro, ¿por qué no?) y luego otras ciudades del país, el partido entre la pesantez y la gracia (para usar esa distinción de la pensadora mística Simone Weil) se ganará por goleada.
Cerré los ojos y vi bajar volando a miles de niños detrás de una pelota, irrumpiendo desde estos cerros como en cascadas, ángeles saliendo de barrios reconquistados a la miseria, y lo vi mientras volvía de la cancha Bellavista al cruzarme con grupos de francesas y franceses jóvenes que se tomaron las calles del plan de Valparaíso esa tarde, celebrando el triunfo de su equipo en la final del Mundial. Al verlos cruzar la subida Ecuador cantando "La Marsellesa", pensé en ese equipo de inmigrantes, de muchachos fichados en las periferias de París y Marsella, e imaginé que este estadio podría ser solo el comienzo de una jugada magistral que haría a Valparaíso tocar el cielo. Por algo estos pioneros de la pasión por el fútbol y su ciudad se llaman "Galácticos".