La guerra comercial entre Estados Unidos y China se ha formalizado, contra todos los pronósticos de aquellos que pensábamos que la razón prevalecería por sobre el eslogan. La evidencia sobre los beneficios del libre comercio es tan contundente, que no es concebible que las principales potencias del mundo deshagan siete décadas de integración. Ello hace más necesaria la búsqueda de una explicación para esta disputa.
¿Qué quiere Estados Unidos? Contestar esta pregunta es fundamental para saber a qué atenerse. Como diría Shakespeare,
that is the question.
Algunos justifican la imposición de tarifas como una manera de corregir problemas económicos que Estados Unidos arrastra hace décadas, como su sostenido déficit comercial o el estancamiento en los salarios de grupos de menor calificación. Pero ninguno de estos problemas dice relación con tarifas, por lo que esta escalada no los solucionará. El déficit comercial obedece al bajo ahorro privado y al exceso de gasto fiscal, mientras que las dificultades en algunos segmentos del mercado laboral dan cuenta de cambios en las ventajas comparativas en Estados Unidos como consecuencia de la globalización y el cambio tecnológico.
La guerra comercial no hay que mirarla bajo el prisma de la teoría económica, sino más bien como parte de una estrategia negociadora. Trump parece estar preocupado de una serie de desarrollos en China que, con mayor o menor justificación, constituyen una barrera para la sana competencia en los mercados globales. Estados Unidos reclama por el fortalecimiento de la propiedad intelectual en China, así como la apertura en los sectores financieros, de tecnología y de servicios, que han quedado excluidos del profundo proceso de apertura chino. Trump piensa que, con un mal instrumento —pero efectivo en el daño que puede ocasionar—, puede revertir esta situación.
Esto no es descartable. China está en una situación económica más frágil que Estados Unidos, en parte porque el intenso proceso de estabilización de la deuda por el cual está transitando no deja espacio para una desaceleración fuerte. Trump sabe esto, y está jugando esa carta. Como los objetivos parecen ser de largo plazo, la disputa puede alargarse. En anticipación, los mercados se han vuelto más veleidosos, con caídas en las materias primas y un menor apetito por riesgo.
Hasta ahora, los efectos han sido acotados y diferenciados entre países, afectando más a los que tienen una situación macroeconómica débil. El principal riesgo de corto plazo para Chile es que el elástico se estire demasiado, y que China se vea envuelta en una dificultad financiera mayor, con una salida masiva de capitales y una presión intensa sobre su moneda que obligue a subir las tasas de interés. Si así fuese, las dificultades en las economías emergentes podrían generalizarse.