El lateral francés Benjamin Pavard le pegó a la pelota no de lleno ni de pleno, sino con roce y refilón, porque el empeine del pie no estaba todo lo firme o los cordones influyeron o quizá algún doblez en el zapato, pero el objeto más preciado partió girando de forma extraña y fue un planeta en órbita de movimiento raro que cruzó 20 metros y llegó al fondo del arco argentino.
Partió de lejos y por el costado del área grande, y el deber del lateral no es meter goles, por cierto. Eso no se le pide ni exige.
El comentario clásico, entonces, es afirmar que Pavard lanza cien veces ese disparo y nunca le sale.
O mil, y tampoco.
O incluso una cifra inconmensurable: tira un millón de veces y no lo hace.
Pero el asunto y los hechos, sin duda alguna, era hacerlo en ese partido y no en otro.
En un momento justo y decisivo, porque fue el empate y Francia reconvirtió el encuentro, lo tradujo a su favor y demostró que el corazón y los genitales no bastan.
Ni el órgano principal del cuerpo humano ni el aparato reproductor masculino, aunque sean de gorila y ricos en proteínas.
Francia ganó por estrategia y calidad de juego, y también por rapidez física y mental.
Los jugadores en sus puestos, el mecanismo aceitado, Kylian Mbappé en estado de gracia y ningún cuento chino.
Jorge Sampaoli, en cambio, movió la columna donde se nota, es decir, movió a Lionel Messi dentro de la cancha, y el entrenador de brazos cada vez más inflados y tatuados se puso en el foco de la ira, porque lo que hizo se notó y no le resultó.
Sampaoli aún no evalúa renunciar al cargo, pero esa tasación es probable que pueda cambiar, porque las derrotas precisan de sangre y víctimas.
El caso es que Argentina, una generación de futbolistas, se despidió dando lo que podía, pero eso no bastó.
Se pensaba que en algún momento iban a despertar, pero en realidad siempre estuvieron despiertos, y lo que ocurría dentro de la cancha, simplemente, es que eran eso y tal como en el poema: solo eso y nada más.
Se despide la generación y entre ellos Lionel Messi, que alguna vez ya renunció con amargura, y es probable que vuelva sobre esos pasos.
La estrella prodigiosa fue el dueño de los primeros planos, aunque no por jugadas ni proezas con la pelota, sino porque la cámara quería atrapar ese sentimiento de tristeza que desprende su rostro.
Messi terminó triste.
Y partió con ese sentimiento profundo, porque el jugador ya leyó los libros del futuro: nunca ganó un Mundial y eso le faltó y sin eso, bueno, sin eso, amigo mío, nadie puede ser el mejor de la historia.