La mayor parte de las personas sintieron una oculta satisfacción -algunos como el arquero de la selección de fútbol, Claudio Bravo, o la animadora de televisión Tonka Tomicic, ni siquiera la ocultaron- al ver a ese par de inculpados convertidos en animales calvos y asustados, chillar, llorar, temblar, pedir perdón y arrodillarse al compás de golpes y cargas de electricidad. Después de todo, el futbolista y la animadora pensaron -y el arquero de la selección incluso se atrevió a decirlo- ¿qué otra cosa podía hacerse con quienes habían matado a palos a una trabajadora?
Pero basta un poco de reflexión para darse cuenta de que un punto de vista como ese -un punto de vista como el de ese futbolista o el de la animadora- convertirían a poco andar la vida social en un infierno en el que ni siquiera el fútbol o el show televisivo podrían existir.
En la larga tradición del pensamiento político, la vida social es imaginada como una huida del mundo que a esas personas (y a las audiencias que en silencio asintieron) les pareció por algunos momentos justa o correcta. En esa literatura se imagina que alguna vez el mundo humano fue una guerra de todos contra todos en que cada uno era juez de sus propios intereses y ejecutor inmediato de sus sentencias. En un mundo así, dijo Hobbes, la vida sería pobre, triste, solitaria y breve. Por eso la sociedad civil tal como la conocemos supuso renunciar a la violencia y al fervor inmediato por la venganza, para reemplazarla en cambio por la pena estatal y el razonamiento en base a reglas.
Sí, es verdad. En el mundo de las reglas todo parece lento y torpe, y quienes las rompen a su favor -como la jauría esa que apaleó a una mujer hasta la muerte- parecen llevar ventaja. Quitaron la vida a una persona indefensa e incluso, y según se ve en los registros de video, parecieron disfrutarlo mientras huían, y así y todo el Estado les perdona la suya y llega al extremo de custodiar que nadie atente contra ella.
Sí, es verdad, parece absurdo.
Pero en ese aparente absurdo (que remeda el mandato evangélico de poner la otra mejilla) radica toda la dignidad de la civilización, esa delgadísima capa que contiene el instinto y la pulsión por la venganza que asomaron en la reacción de ese futbolista y de esa animadora, quienes sin quererlo mostraron que incluso detrás del virtuosismo deportivo y la gracia televisiva se cuela ese lado animal e irreflexivo que disfrazado de justicia cada ser humano lleva dentro.
Arthur Koestler, quien escribió una de las mejores investigaciones sobre la violencia (es cosa de consultar Ghost in the Machine), arriesgó la hipótesis de que en los seres humanos había una desconexión entre la razón y la emoción, entre el cerebro frontal y el cerebro posterior. La hipótesis de Koestler tiene la virtud de que muestra el papel que juegan las reglas y las instituciones. Ellas se acuerdan y se diseñan en un esfuerzo de racionalidad, empleando el lado frontal del cerebro, por decirlo así, para contener y sujetar el otro lado, el cerebro posterior, ese lado que aplaudía mientras se torturaba a ese par de presos, bajo la mirada vigilante (no hay que olvidarlo, puesto que de aquí se deriva la responsabilidad estatal) de un gendarme.
Las instituciones, pues, como una frontera entre la razón y la emoción.
Y es que las instituciones (sí, la justicia penal es eso, una institución) tienen por objeto esparcir hasta donde eso es posible una delgada capa de civilización que contiene, como insistirá Koestler, ese lado arcaico y violento que aflora cada vez que la emoción se desata. Por eso casi toda la literatura (en Chile desde luego el filósofo Jorge Millas) llamaba la atención acerca del hecho de que incluso la peor de las instituciones posee una virtud nada despreciable, la de contener el desborde de violencia física que, en ausencia de ellas, y de otro modo, acabaría reinando amparada en los anhelos espontáneos y primitivos de justicia, los mismos que manifestaron el futbolista y la animadora movidos, es lo más probable, por esa otra pulsión que respira en los personajes del entretenimiento, el de agradar simplemente a las audiencias, a esas miles y millones de personas que mimetizadas en esa abstracción que es la gente abandonan, a la menor provocación, la racionalidad, el lado frontal del cerebro de que hablaba Arthur Koestler.